Mind the gap
Mind the gap
Everything you heard about London is true. La guardia real está conformada por soldaditos de plomo mecánicamente coordinados. Todo cuesta no solo un ojo de la cara, sino también un riñón. Y efectivamente: muchos ingleses tienen los dientes más feos de todo el universo odontológico.
También, según narra la leyenda de Lonely Planet, los museos son gratis. Y mandaría huevo que no lo fueran, considerando que, como el British Museum, guardan en sus salas fachadas de la Acrópolis, un moái de la Isla de Pascua o momias de faraones, gatos, babuinos, toros, pájaros, cocodrilos y cuanto ser muerto se deje momificar, como si fueran simples souvenirs, llaveros o imanes de refrigeradora. Inexplicable es para mí cómo demonios llega uno a un lugar y dice: “Ah, mae, me cuadra esta pared” y se la lleva en pedacitos a la choza para terminar, eventualmente, en esta cueva del monstruo londinense. E igual con varas tan increíbles como la piedra Roseta (clave para descifrar los jeroglíficos egipcios), una estatua colosal de Ramsés II, o un caballo del Mausoleo de Halicarnaso, una de las siete maravillas del mundo antiguo. En fin, digamos que, después de presenciar semejante colección de robo descarado, no me siento tan mal por robarme cuatro postales de un kiosko a la orilla del Támesis.
Sí, eso es Londres: un clúster de todo lo que colonizó Inglaterra en sus glorias victorianas. Es, así, cosmopolita en su máxima diversidad humana, como extenso llegó a ser el imperio anglosajón alguna vez. Polarizada en extremos culturales, desde las pulcras ceremonias de la realeza cada mediodía con el cambio de guardia, hasta las calles punketas matizadas por los Sex Pistols y hechizadas por los fantasmas de Sid y Nancy. Desde las mujeres con burka sentadas al sol del Hyde Park hasta los skinheads merodeando más allá de los bordes de Candem Town. Desde el té en tacita de porcelana en Kingston Palace Gardens, uno de los vecindarios más caros del mundo, hasta la cerveza llana en el bohemio barrio de Brick Lane.
En fin, cualquier pieza calza en este rompecabezas de culturas variopintas, incluso yo, quien junto con Luis llega por 10 días en fuga del departamento de migración italiano. Francesco, en su generosidad proverbial, nos ha patrocinado el viaje, para que tengamos otro sello en nuestros pasaportes que nos permita quedarnos más tiempo en los estados Schengen. De este modo, estimados lectores de este caballito de madera, sobre el cual nos balanceamos británicamente, podrán haberse percatado de que mis jornadas en Londres pasaron sumergidas en la más genuina y campechana polada.
Pero ¿cómo no hacerlo? Más allá de que esté ubicada literalmente en la mitad del mundo y que, como dueña y señora del tiempo, todos los relojes del orbe estén sincronizados con ella, Londres es, para mí, la capital del planeta Tierra. Sí, aunque el imperio británico no sea más la potencia mundial que fue. Y sí, aun sobre Nueva York.
Histórica como si fuese un museo urbano de la cultura occidental. Eso es Londres. Ir caminando y sentir que a cada esquina hay que hacerle una reverencia porque ahí está la BBC, porque ahí está la primera tienda Dr. Martens, porque ahí está el mítico barrio de Bloomsbury, casi una meca para todas aquellas que siempre hemos sido unas Virginia Woolf wanna be. Porque ahí está Abbey Road, en cuya esquina vivir ha de ser un cague de risa: en caso de aburrimiento, basta con solo correr la cortina para divertirse con todos aquellos que buscan subir al Facebook la mítica foto Beatle. Difícil de tomar, por cierto, puesto que hay que soportar numerosos intentos fallidos y capearse los carros de quienes manejan por allí y que no ven something in the way we move, excepto turistas estúpidos que vale la pena extinguir del mundo por el bien de la humanidad.
En todo caso, morir en Londres no deja de ser novelesco. Cerca estoy de lograrlo como karma luego de que, burlonamente, el primer día fotografío las según yo hiperbólicas indicaciones de cómo cruzar las calles en Londres (look left, look right). Ah mae, pero al chile que se ocupan: si no fuera por el oportuno jalón de Luis, hubiera muerto de forma muy londinense: arrollada por un bus de dos pisos justo en un cruce de Oxford Street. Con suerte, y ante las dificultades de repatriación de un cuerpo sin seguro de viajes, podría así haber sido sepultada cerca de Karl Marx, quien abona las tierras de la ciudad en su eterna antítesis.
Y es que prácticamente todo aquel que ha sido alguien en la cultura occidental parece haber pasado por aquí en algún momento, lo cual aumenta significativamente mis posibilidades de ser algún día una escritora reconocida más allá de los respetables cuatro gatos que me leen en este blog. En efecto: basta estar medianamente atento a las paredes de los edificios circundantes para percatarse, de un momento a otro, que está transitando uno frente a donde vivió Jimi Hendrix o Charles Dickens, o donde nació Alfred Hitchcock. Para hacer las varas coordinadamente británicas, los sitios de peregrinación están marcados convenientemente por un círculo azul, con la mayor precisión historiográfica.
Y, como si de una película de Hitchcock se tratara, también puede uno sufrir el síndrome de actor de la vida real, sintiéndose todo el tiempo atrapado en un trozo de film. Los colegiales vestidos con sus pulcros uniformes tipo Hogwarts. El sector financiero de Londres, con edificios tan modernos como para ser destruidos con pólvora por V de Vendetta. Los oscuros callejones que Jack el Destripador se esmeró en decorar con sangre. La detectivesca Baker Street, donde se baja uno del metro para toparse con la sombra astuta de Sherlock Holmes. Y efectivamente: el andén 9 y 3/4s existe en King’s Cross, donde una fila de turistas, que quizás alguna vez también acamparon frente a una librería antes de medianoche, intentan probar que, al chile, no son simple muggles.
Eso es Londres para mí, más allá de la vista de 360 grados citadinos que ofrece la carísima vuelta en el London Eye. Más allá de los teléfonos rojos, la abadía de Westminster o los leones gigantes de Trafalgar Square, la catedral de Saint Paul, la torre de Londres o cualquier otro monumento que se haya tejido con leyendas desde que la revolución industrial comenzó aquí a transformar el mundo más que nunca desde el neolítico. Londres va mucho, pero mucho más allá que una postal: es un espejo de lo que fue, de lo que es y de lo que será el mundo.
Y para todos aquellos incautos que caminan por sus calles, sin darse cuenta de su circo humano que se extiende más allá del bazar de saltimbanquis que sobrevive a orillas del Támesis, la voz in the tube cuando uno baja del metro advierte: mind the gap, mind the gap, mind the gap…