La peor parte de viajar
La peor parte de viajar
Y este tampoco es. Este mecánico de aviones de la fuerza aérea, alto, guapo, con una sonrisa tan amplia que pareciera tener más dientes que el resto de la gente. De ojos de un color azul hermosamente indefinido. Y una pin up girl tatuada en las costillas. Él, quien me compró un par de flores para que un mendigo nos dejara de seguir por las calles de Bogotá un domingo por la noche. Él, quien me cargó en sus brazos para que no me lastimara los pies entre las piedras de una playa solitaria, tipo luna-de-miel-que-nunca-vamos-a-tener. Él, quien tiene manos grandes, dentro de las que se pierden las mías. Un príncipe vestido en Aeropostale. Pero él tampoco es. No importa cuánto me guste. Este tampoco es el hombre de mi vida.
La peor parte de viajar es tener que decir adiós y darte cuenta de que, aunque querrás escribir más páginas con ese mae, no hay más hojas en blanco. Lidiar con esa ironía de que, aunque sos la escritora de tu propia historia, no podés tener en ella a todos los personajes que querés. Cuando suena la bocina del taxi, cuando la voz en los parlantes anuncia la salida del vuelo, o en las pantallas aparece ese maldito tren ya puntual en el andén, el destino te arrebata la pluma de las manos. Y ya no sos vos la que tiene el control, si no que delante tuyo se escriben esas palabras típicas de las despedidas, con la tinta imborrable del ni modo: “Cuidate…”, “Gracias por todo…”, “Te voy a echar de menos…”. Crucigramas de ausencias que otros han rellenado antes, acompañados de una sonrisa de resignación tremendamente estoica. No importa cuánto desees que él se quede a tu lado: tendrás que dejarlo ir, por este mundo que parece a veces tan infinito.
Y ahí, mientras lo ves alejarse (o él te mira alejarte a vos, da igual) te das cuenta de dos verdades abrumadoras: como ser humano siempre tendrás la impotencia y siempre tendrás la soledad. Y la nostalgia, ese pellizco doloroso que te da tu alma para indicarte dónde verdaderamente quiere estar, te inunda por completo y te empuja las lágrimas. No puedo imaginar una peor mezcla de sentimientos como los que te atacan en una despedida.
Con el tiempo, he aprendido a hacerlo con una sonrisa, cincelada por la práctica y por la esperanza de que quizás nos volveremos a ver. Me aferro a ese quizás como si fuera una garantía incuestionable, cuando en realidad, lo único incuestionable en esta vida es la muerte. Todo lo demás es pura suerte.
No sé cuántas veces he tenido que despedirme. Del mae que era metrosexual. Del mae que daba besos con aroma a marihuana. Del mae que viajaba más que yo. Del mae que tocaba contrabajo. Del mae que tenía manos de granjero. Del mae que usaba calcetines blancos con zapatos negros. Y del mae que era mecánico de aviones. Y, por supuesto, de vos, no una, ni dos, sino tres veces. Todas historias que fueron, pero que no llegaron a ser. Relatos cortos en busca del hombre de mi vida.
Si acaso, habrá epílogos de email y Facebook. Él pasará de ser unos brazos que te estrechan cuando sale el sol, a convertirse en unas simples letras arial número 12. Su voz grave con acento extranjero se transformará en esa interna que está en tu cabeza, neutra e indefinida, de cuando lees en silencio. Su aroma, de after shave y testosterona, se le olvidará a tu nariz. Y ahí, a lo sumo, tendrás su foto de profile, en la que por supuesto sale más guapo de lo que es en realidad, para que te frustrés más todavía. Eso será todo.
Evidentemente, la parte positiva de estas historias es que mueren jóvenes y dejan, por lo tanto, un cadáver bonito. Se van directo al cielo de los buenos recuerdos, y con el tiempo, adquieren esa perfección inmortal de los romances de verano. No hay hijos de puta en ellas, si no que uno se queda con la ilusión de que se encontró un príncipe azul para variar. Esa es la magia de la brevedad: el tipo te es fiel porque ya ligó y por el momento está satisfecho, el sexo es bueno más por novedad que por calidad, y los desacuerdos se resuelven rápida y cálidamente, disfrazados por la cordial educación de quienes no se tienen la suficiente confianza todavía para lanzarse los platos por la cabeza. Hasta los ronquidos del mae parecen melodiosos. Todo es armonía y perfección.
Y sin embargo, no se me ocurre mejor razón para dejar de viajar que despedirme de las despedidas. Ya he tenido suficientes. Ya anduve demasiados caminos. No quiero tener más que mirarlo a los ojos por Skype. Quiero hacerlo frente a frente, hasta poder estirar la mano y sentir su rostro sin afeitar, no la pantalla, plana y fría, que igual me puede mostrar algo tan irreal como un Super Mario recolectando monedas en un cielo con nubes que parecen muelas. Que el hombre con quien querés estar quepa en una laptop me parece de lo más triste que pueden ofrecer los tiempos modernos, teniendo en cuenta, sobre todo, que las laptos son cada vez más y más pequeñas.
No quiero decirle más adiós a historias cortas y perfectas. Quiero darle la bienvenida a la historia larga e imperfecta.
Quiero esos defectos de la cotidianeidad. Esa en que lo llegás a amar porque él es un hombre y, por lo tanto, es imperfecto. Porque el mae orina en la ducha, porque eructa, porque se tira pedos. Porque se te pierde en esos silencios masculinos desesperantes, porque no te escucha cuando le estás hablando y te da soluciones que no ocupás, porque te dejó plantada un día por un pinche partido de fútbol. Amarlo aunque ronque y quiera ahogarlo con la almohada. Pero amarlo, al fin y al cabo. Descubrir que no es un sueño, sino una realidad.
Me cansé de despedirme. Me cansé de la peor parte de viajar: decir adiós sin saber lo que pudo haber sido. Sin haberlo intentado. No quiero más tener que irme, quiero regresar de nuevo a unos brazos que me estrechen aunque nos equivoquemos. Y dejar partir los “y si hubiera” definitivamente. Esos sí, que se vayan.
No quiero al príncipe de días breves. Quiero al hombre de días prolongados. Al hombre de mi vida. A ese que busco siempre y que nunca encuentro.