Él, quien tenía un nombre tan bonito…
Él, quien tenía un nombre tan bonito…
“Voy a escribir sobre vos”, le digo, mientras mi mejilla izquierda descansa sobre su rodilla y él juguetea con mi cabello suelto. “Ok”, escucho su voz. “Pero no pongás mi nombre. No quiero ser un personaje pequeño en una novela grande”.
Una pena, porque él tiene un nombre tan, pero tan bonito… Pero él ya lo sabía y yo también: a la larga, ambos nos llegaríamos a convertir en un personaje secundario en la vida del otro, y luego en uno tan solo referencial, y luego en uno ya sin nombre siquiera. Así termina por escribirse la vida, aunque uno no lo quiera: no puede uno quedarse con todos los personajes que quiere, por mucho que le gusten.
Solo me queda conformarme con que, por estos tres días, él sea mi protagonista y el de esta pequeña historia.
Un hostal de quinta, si se puede decir. Iluminado por luces de 75 watts cuando mucho, seis libras esterlinas la cama, en un cuarto con dos docenas de literas, dentro del cual me toca la número 13 (13, siempre 13…). Belfast, Irlanda del Norte. He llegado apenas hace algunas horas desde Dublín en mi huída trimestral de los estados Schengen, cuyas fronteras me expulsan cada cierto tiempo, estreñidas de mi forastera presencia.
Incapaz de dormir en el tren, me he acostado un rato a hacer mi siesta, con la que suelo inaugurar a veces mi estadía en una ciudad; no se crean que por ser viajera adicta puedo a veces llevar el ritmo de Lonely Planet.
Me levanto y me dirijo a la cocina, laptop en mano, después de haberla retirado de la recepción. El ahorro de costos le impide a este hostal tener casilleros para los objetos de valor, de modo que he tenido que dejar la compu en el front desk, etiquetada con mi nombre, mi número de habitación, y mi número de camarote, 13, siempre 13.
No ando precisamente en humor social desde hace mucho tiempo, y apenas y he cruzado palabra desde que llegué a Irlanda, a tono con mi cada vez más usual condición de ermitaña. Debo acostumbrarme a estar sola, no debo depender de nadie, no debo confiar en nadie… Sola, siempre sola.
Y sin embargo, cuando lo veo, de repente, el muro que he construido en estas semanas alrededor de mí, estalla. Un mae de cabello oscuro, Converse y manos enormes, las más grandes que quizás haya visto en mi vida, escribe en un cuaderno, sentado a una de las mesas de la cocina. “Ay, hooooola…”, pienso para mis adentros, mientras laptop en mano, me quedo de pie mirando su cabeza inclinada, tratando de descifrar de qué color tendrá esos ojos que no levanta del papel.
Pero nada pasa. Él continúa mirando su cuaderno, sin alzarme a ver. Típico: un mae guapo que será mío solo de vista; qué castigo infinito ha de ser quedarse ciega, cuando la vista puede ser dueña de lo que sea. Pero bueno, ya, nada nuevo bajo el sol. Me dirijo, en actitud de diva indiferente, a sentarme dos mesas más allá. Sola, siempre sola. No necesito que este mae, por muy guapo que sea, me dé pelota. ¡Ni picha! Ni picha, literalmente. Soy autosuficiente. Independiente. No necesito de ningún hombre, nunca más, nunca más, yo puedo sola, soy fuerte, ya no voy a intentarlo más, es una pérdida de tiempo, hijueputa testosterona que no sirve de nada, solo para perturbar esta paz monacal que comienzo a alcanzar, ni picha, me siento aquí con mi laptop y luego ya me voy a recorrer la ciudad yo sola, que muy bien sé cruzar la calle sin que nadie me dé la mano…
Para cuando ustedes han terminado de leer esto, la vara es que yo ya di media vuelta y me regresé a su mesa y ahora estoy sentada justo enfrente de él, en una silla incomodísima, medio hundida, pero a toda costa enfrente de él, quien continúa escribiendo. Esa debilidad por los hombres de cabello oscuro, que usan Converse, de manos grandes, esa debilidad por hombres que escriben a mano en un cuaderno… Me odio un poco. Pero ahora es que me le siento enfrente y no me muevo de aquí hasta que me hable.
Aunque está más concentrado que un cubito Maggie, y yo me imbuyo aparentemente en mi laptop, mientras con un ojo lo miro de vez en cuando y me atraganto con mis propias babas, para mi suerte, el milagro de que me hable no tarda mucho en suceder. No puedo recordar ya qué me dijo, porque estaba más sorprendida con lo simpático, abierto y sonriente que parecía de repente, después de parecer tan serio, que el diálogo ya se me perdió para siempre entre las paredes descoloridas de la cocina.
Español, apuesto a que es español, había especulado hacía tan solo unos momentos, por su cabello castaño oscuro, su piel morena, sus facciones algo mediterráneas… Y sí, tal parece, porque apenas le digo que soy de Costa Rica, comienza a hablarme en un español con acento madrileño. “¿De San José eres?”, me pregunta. Punto a su favor: casi nadie sabe por estos rumbos dónde queda Costa Rica y si creen que lo saben, la confunden con Puerto Rico y me salen con que Ricky Martin les cae bien, pero que ya él se sepa la capital… O tal vez es que me gustan tanto sus ojos, que son de un café brillante, que le estoy concediendo todos los puntos que pueda a su favor. “Sí”, contesto. “¿Y vos? ¿De Madrid?”. “No, de Eslovaquia”. Pues sí, de Eslovaquia. Basta un año de Erasmus y aquí los europeos aprenden los idiomas como si hubiesen sido todos suyos desde siempre. Igual, prefiere seguir hablando en inglés después de haberme impresionado con su bilingüidad (más tarde descubriré que, además de español, inglés y eslovaco, por supuesto, habla también checo y polaco).
“What is your name?” pregunto yo al ratito. Necesito ponerle nombre, para que deje de ser el- guapo-desconocido-de-manos-grandes-que-escribe-en-un-cuaderno-sentado-a-la-mesa-de-la-cocina-del-hostal-en-Belfast, denominación que, apuesto coincidimos todos, es demasiado larga para usarse.
“My name is…”, me dice. ¡Dios, qué nombre tan bonito! Nunca lo había escuchado. Lo repito, saboreándolo con la lengua mientras lo pronuncio. “Nice to meet you”, respondo. Claro, por supuesto, so, so nice to meet you… “Nice to meet you too, Andrea”, me contesta. Y yo: Mae, ¿cómo se sabe mi nombre si no se lo he dicho? Uno de mis temores es algún día toparme con una persona que pueda leerme el pensamiento. Nunca se sabe, el hecho de que uno no cuente con poderes telepáticos no significa que otros más afortunados no los posean… Y qué vergüenza, porque si resulta ser que por fin me he encontrado con alguien capaz de leerme la mente, ya este mae se enteró de hasta de qué color me he imaginado que es su boxer… “How do you know my name?”, le pregunto, estúpidamente sorprendida. Entonces él me señala el estuche de mi laptop, que tiene mi nombre, mi número de cuarto y mi camarote 13, siempre el 13. ¡Menos mal!
Así que seremos él y yo. Él, el mae del nombre bonito, y yo, Andrea. Por los tres siguientes días.
Esa noche, salimos con una uruguaya del hostal, violinista por accidente y por pega, quien apenas nos ha escuchado hablando en español, se nos suma para unas cervezas de lunes en Belfast.
A nuestro regreso al hostal, después de un incidente que será narrado con mayor amplitud en un próximo capítulo, nos dirigimos él y yo a fumarnos un cigarro afuera, en la zona de fumado, un garaje donde habita una paloma que se caga en todo aquel que ose echarle el humo al pico.
Un mural, tan pésimo que parece dibujado por mí, es con lo que cuenta la pared por todo adorno: un mae que sostiene el Titanic en su pulgar. Belfast, como cápsula cultural del día, fue la ciudad donde se construyó el Titanic, logro náutico del cual sus habitantes parecen estar muy orgullosos un siglo después, aun más que de todos los otros cientos de barcos que construyeron y nunca se hundieron.
Fumamos el cigarro sin prisas. Sobre todo yo me tomo mi tiempo, porque la verdad con todo y que hemos pasado un buen rato juntos, aún no sé si le gusto. “Si me va a dar un beso, este es el momento”, pienso mientras seguimos hablando de más cosas que no me acuerdo, es tan guapo que los diálogos se me pierden en sus ojos, ya lo he dicho. Y yo, para variar, como sucede en estas circunstancias, me pongo en modo diarreico-verbal: hablo y hablo y hablo y hablo y hablo como si prefiriera tener la boca ocupada en cualquier otra cosa que no sea en sus labios.
Es tarde. Mañana él tiene que trabajar, recién llegó a Belfast hace una semana para bretear en un call center, donde ocupaban a alguien que hablara eslovaco y ya hace rato que la medianoche se perdió por estas calles norirlandesas. Qué madre, pero bueno, que se vaya a dormir. Él, para consolarme, me dice que nos veamos mañana en la tarde para salir a dar una vuelta. Está bien, me conformo con ese premio de consolación, diay, qué me queda, nadie me tiene hablando tanto como para hundir este momento a solas con un Titanic lleno de palabras inútiles.
“Ok”, me resigno. Y mientras señalo con el brazo derecho estirado la puerta de la recepción, prosigo: “I sleep in the room in front of the reception, I think I might be there tomorrow or maybe in the kitchen, you know, internet here is bad and there it’s easier to..”
Y de pronto, ocurre. Mientras sigo con el brazo derecho estirado, me da un beso, corto, rápido, impulsivo, que me corta de raíz todas las frases.
“Sorry, I couldn’t resist”, murmura. No. No te disculpés. No te resistás, solo abrazame, besame como si no hubiera mañana, besame contra la pared, entremezclá tus manos en mi cabello, cargame sobre tus caderas y llevame a ese sofá que está más allá, abandonado en medio del parqueo del hostal, aunque haga frío, aunque sea tarde y mañana tengás que ir a trabajar, aunque no llegués a ser el protagonista de esta novela y aunque se me quede una de mis Converse perdida en el garaje, como único vestigio de que aquí me besaste alguna vez.
La tarde cae sobre Belfast, sobre nosotros, que estamos echados en la hierba, en un pequeño parque frente a la catedral de Saint Ann. Fumamos y tomamos cerveza, con lentitud y con las piernas entrelazadas, nada importa, es esa ligereza de quienes saben que nada dura para siempre y que no tiene sentido guardar las apariencias solo para convertirse en un recuerdo en la mente de los demás, que a la larga también serán solo recuerdos en la mente de otros que ya no llegarán a conocernos. Vale mierda, entonces, que se me llene el cabello de hierba seca y a él su suéter, la única apariencia que parece importar es que ambos damos la falsa imagen de ser una pareja que se conoce desde toda la vida.
Hace tan olo un rato, estaba chateando con vos. Últimamente, te da por aparecer cuando espero por otro mae en el lobby de un hostal, con el cual ir a disfrutar los últimos rayos del sol de un día que se acaba y que ya no volverá. Cada vez parecés más lejano; desde hace unas semanas te saqué de ese puesto rodeado de muros que al fin y al cabo nunca quisiste. Me cansé. Me cansé de ver cómo otros hombres chocaban contra ese muro, ese muro que existía solo para proteger tu ausencia infinita. Así que esta tarde te he dicho un adiós apresurado y cerré la laptop y me vine con él a yacer en la hierba. Solo cabés en mi laptop, la cual se puede cerrar fácilmente y quedarse en la recepción, con el número 13 escrito en una etiqueta. Ese es tu lugar. Él, en cambio, no, él está aquí y juguetea con mi cabello, ese que a vos no te gusta.
Cuando comienza a hacer frío y a oscurecer cada vez más, hasta que ya no hay mucho sol que ilumine la escena, decidimos ir por unas cervezas a la zona universitaria. Yo hoy he caminado como tarada; tuve un glorioso momento cuando, después de haber andado como 45 minutos hasta encontrar los murales de una de las Peace Lines de Belfast, me diera cuenta de que se me había quedado la tarjeta de la memoria de la cámara en la laptop, tan lejos como en la recepción del hostal (sí, ese, tu lugar) y tuviera que regresarme, solo para volver a irme. De feria tuve la genial idea esta mañana de irme con Converse, aprovechando que ya tengo las dos de vuelta, y esa vara es como caminar descalza al rato. La zona universitaria queda lejos, y la verdad me siento cansada para caminar hasta allá, pero cuando él se levanta y me da el brazo, no puedo decir que no. No puedo decir que no, aunque me cueste seguirle el paso (yo y mi debilidad por los hombres altos, que suelen dar zancadas más que pasos), no puedo decir que no aunque me duelan los pies, no puedo decirle que no aunque me separen cuadras y cuadras de la próxima cerveza porque me siento tan bien al caminar tomada de su brazo… He llegado a la conclusión de que la felicidad es idiota, si por algo dicen que la risa abunda en la boca de los tontos: a mí me hace feliz esto tan simple y tan estúpido, caminar por Belfast de su brazo y cruzar las calles, después de que tan solo ayer decía que no necesitaba la mano de nadie para cruzar una pinche calle.
El bar (uno bastante irlandés en cuanto a fachada se refiere, por mucho que les duela a los británicos) cuenta con un callejón en la parte de atrás que hace las veces de terraza. Viniendo de un país insufriblemente lluvioso, donde anochece invariablemente a las 6 de la tarde todo el puto año, me inclino más por sentarnos afuera, donde el sol ilumina aún, aunque sean ya las 10 p.m.
Entre la música que suena a todo volumen un poco más allá, hablamos. O más bien, lo someto a mi interrogatorio habitual para hombres con los que salgo. No voy a revelar las preguntas por si de casualidad alguno de los lectores de este blog tendrá que pasar por él alguna vez, nunca se sabe, pero sí puedo decirles que parte del famoso cuestionario incluye saber si alguna vez el sujeto interrogado se ha enamorado. No quiero más piedras en mi camino.
Con él, de nombre tan eslovaco y tan bonito, tengo la sensación de que no, de que nunca lo ha hecho, de que su vida ha estado llena más bien de personajes secundarios. No me he equivocado tanto: aunque sí ha estado enamorado alguna vez, no quiere volver a estarlo, a tener esa sensación de “querer dar la vida por alguien si es del caso”, según él mismo lo define. “He construido un muro”, concluye, mientras lo baña con otro trago de cerveza. Ya decía yo que este también tenía su muro, como el mío, como el tuyo, como el de todo aquel que se cruza en mi camino. Muros. Muros, como los de la Peace Line de Belfast: muros que separan a vecindarios católicos de protestantes, y cuyos portones se cierran a las cinco de la tarde, para que no se agarren a golpes entre ellos. Sí, así de estúpido y sarcástico, con ese baboso y desafortunado nombrecito de Peace Line, en pleno siglo XXI. Así de estúpido y sarcástico como sus muros y como los míos y como los tuyos y como los de todo aquel que se cruza en mi camino; muros que construimos para protegernos del amor de los demás y mantener la paz, cuando todo lo que mantenemos es el miedo.
“Pero cuando iba caminando del brazo contigo por la calle, fui feliz”, me dice.
Bueno, no está tan mal: al menos por un rato, los dos fuimos felices.
Luego, regresamos al hostal y en la noche, nos quedamos conversando, nulidades básicamente. Yo le digo una frase random, tipo “este hostal es una mierda” o “la casa se está cayendo a pedazos” para que él me las traduzca al eslovaco, mientras fumamos sentados en el camarote de arriba, para que el humo pueda esfumarse rápido por la ventana, como este momento, que también se escapa por las cortinas.
Entonces caigo, entre frase y frase, que más allá de unos conocimientos básicos de eslovaco que nunca me servirán para un carajo, no le he preguntado su apellido.
“…”, responde. Es un apellido difícil, aunque él asegura que es relativamente común en Eslovaquia. Se me va a olvidar. Se me va a olvidar como su voz, como su olor, como su mirada, como sus manos, como todo de él, hasta que termine por convertirse nada más que en el recuerdo de un recuerdo.
Esa noche, me quedo dormida entre sus brazos, repitiendo su nombre.
Amanece. Suena la alarma de su celular. Abro los ojos. “Did you sleep well?”, dice un amable graffiti en la tabla del camarote de arriba. Puto hostal barato. Los camarotes son tan viejos y hechos mierda, que están llenos de grafitis casi tan antiguos como los que se encontraron en Pompeya y de cuya traducción hice un trabajo en la universidad hace muchos años, para mis clases de latín.
Él se levanta y se va a duchar. Yo me doy media vuelta y sigo durmiendo, echándole un último vistazo a sus Converse, que esperan para llevárselo de mi lado. O más bien, son las mías las que me alejan de él: esta tarde regreso a Dublín.
Me caigo del sueño. Aún no me toca levantarme temprano para ir a bretear, me queda una semana antes de estar en Alemania, donde trabajaré un mes en un hotel para perros, en un pueblito perdido en el noroeste, cerca de esa ciudad que no existe, donde alguna vez aprendiste a hablar alemán.
Me duermo. Cierro los ojos de nuevo y para cuando me doy cuenta, estoy soñando. Soñando con otras cosas que no tienen nada que ver con él, que no tienen nada que ver con vos. Sola, siempre sola. No necesito de nadie. No confío en nadie. No creo en nadie. No amo a nadie. El muro. Siempre el muro.
Al cabo de un rato, siento que me despierta para despedirse. Me abraza y me dice adiós, que le deje mi email, que me vaya bien en Alemania, que fue un gusto conocerme y todas esas frases que sí las recuerdo, no porque me las haya dicho él, sino porque me las han dicho ya muchos otros antes de él y me las dirán, seguramente, muchos otros más. Personajes secundarios. Protagonistas, no. Apenas y le pongo atención la verdad, tengo demasiado sueño y solo quiero seguir durmiendo. Me encanta dormir. Aunque el sol se cuele por la cortina mal puesta.
Y así, con los ojos entrecerrados, medio dormida, apenas lo veo salir por la puerta del cuarto, primero su espalda, luego sus Converse y luego nada, solo la puerta, comienza a alejarse, a dejar de ser el protagonista, a dejar de ser un personaje secundario y comienza a convertirse en recuerdo, con cada paso que da, con cada grada de la escalera que baja, con cada calle de Belfast que cruza, se desvanece, hasta solo convertirse en una memoria borrosa, como la que queda de un sueño cuando uno se despierta en la mañana, un sueño simple, confuso y desteñido, que nunca estuvo destinado a convertirse en realidad y que, simplemente, se evapora.