Cosas que se quedaron en el tintero
Cosas que se quedaron en el tintero
El mejor beso
Es la madrugada, pero el sol se resiste a salir con temprana desgana primaveral. Estamos sentados en el sofá, azul oscuro como el cielo que queda más allá de la ventana. Fumamos pausadamente.
Aún tenemos en los labios el sabor del vino. Aún tenemos en el cuerpo el calor de la discoteca. Aún tenemos en las manos esa tensión entre nosotros, desde que nos encontramos en la estación del metro un par de días atrás.
¿Quieres más?, me pregunta con acento valenciano, pasándome la pipa. Pero ya no queda más que una ceniza de oscuro color indescifrable después de que él ha inhalado por una última vez. Se ha llevado dentro de sí el humo y la felicidad coloreada de verde.
Ya no queda, señalo. Se ha acabado, así como pronto se acabará esta noche.
Acércate, me indica.
No. No se ha acabado, así como no se acaban de prisa los recuerdos.
Y, despacito, él suelta el humo que le queda dentro de sí, suavemente, dentro de mi boca, hasta que llega a lo más íntimo de mi ser.
Fue el mejor beso, ese, con aroma a marihuana…
Los sordos húngaros
Estamos en un hospital bajo una colina de Budapest. La entrada casi no se nota, a no ser por unos cuantos turistas que hacen fila en lo que parece ser una ladera como las de toda la vida en el lado de Buda.
Aquí he llegado gracias a Elizabeth, la peruana que de casualidad he conocido tomando fotos en el Bastión de los Pescadores. Como ella es médica, ya tenía subrayado este museo/hospital como un punto culminante de sus vacaciones húngaras.
El hospital, oportunamente ubicado bajo tierra, servía de clínica durante la Segunda Guerra Mundial y, en las épocas de la Guerra Fría, como refugio antinuclear, en caso de que Estados Unidos y la Unión Soviética decidieran lanzarse los peluches y, como daño colateral, acabar con el mundo.
Entramos con un grupo de unas 20 personas al recorrido, precedidas por dos guías: una habla inglés y el cantarino húngaro, mientras que la otra lenguaje de señas. Y es que, con algunas excepciones, casi todos los visitantes son sordos.
Después de pasar por salas de operaciones, habitaciones con muñecos de cera vestidos con uniformes militares agonizando demostrativamente, y bodegas para almacenar comida y sobrevivir algunos días más después del apocalipsis, llegamos a un cuarto con varios instrumentos de comunicación obsoletos. En medio, una sirena de palanca (para avisar cuando existía la amenaza de un bombardeo) descansa tan muda como la mayoría del grupo de visitantes esta tarde.
La guía, primero en su inglés medio británico y luego en su melodioso húngaro, ofrece la posibilidad de hacerla sonar. Me ofrezco inmediatamente, porque a ver: si alguien me hubiese dicho hace un año que estaría en un hospital/refugio antinuclear bajo una colina de Budapest, sonando una sirena de la Segunda Guerra Mundial, para un grupo de húngaros sordos, ¿lo hubiera considerado probable? No. Entonces más que la hago sonar, aunque ninguno de ellos me escuche y me vean sonrientes girar una manija en su eterno silencio absoluto.
Budapest Ink I
Se llama Jon. Es del frío y gringo Maine. Es escalador. Trabaja con los Peace Corps. Vive en Burkina Faso. Y está pasando vacaciones en Budapest, como yo. Y, además, está tan tatuado como yo.
Cada mañana nos sentamos en el balcón del apartamento de Kami, nuestro couchsurfer host, que da al Danubio, el cual, como ya dijimos, no es tan azul.
Cada mañana nos contamos, el uno al otro, qué significan nuestros tatuajes. Uno por cada desayuno.
Hay unas líneas en su brazo. Yo pienso que ha de ser un tribal, de esos quemados por las revistas y el vox populi de la tinta, que al final nada significan. Pero este, más profundo que las modas pasajeras, sí significa algo.
Jon tiene dos hermanas, a quienes casi nunca ve. Bueno, viviendo en Burkina Faso eso es esperable. Los tres escalan. Y un día, entre muchos años por delante y muchos años por detrás, se juntan los tres para hacerlo. Es de esos momentos que, conforme se aleja uno de la infancia, comienzan a ser más y más tristemente esporádicos.
Al final, cuando llegan a la cima, lanzan una de las cuerdas de escalada al aire y, mientras cae, toman una fotografía. La forma que tomó la cuerda en la foto es lo que lleva tatuado en su brazo. Le gusta pensar que escalar y ser hermanos es el lazo que los une, no importa cuán lejos estén, no importa cuán lejos esté el helado Maine de la ardiente y olvidada Burkina Faso.
El lugar más extraño para hacer couchsurfing
Una escuela abandonada. Así es. Ahí vive Matthew, un australiano que después de 27 años de vivir en Sydney se compró un tiquete solo de ida a Europa y, de alguna manera, terminó en el sureste de Londres.
Luis y yo pasamos un par de noches, entonces, en su peculiar studio apartament, que es un aula enorme. Sí, un salón de clases, con una pantalla gigante en la cual se pasan películas cada noche para todas las almas que ahí encallan. En nuestro caso, además de Luis y yo,hay un padre estadounidense y su hija de 18 años (a quien ha llevado a Europa para que aprenda a mochilear y pedir ride a la vieja usanza), y un par de chicas belgas, quienes han venido a Inglaterra para un festival de rock.
Matthew, así como otras siete personas, vive en el edificio desde que, en 2007, decidieron cerrarlo por falta de alumnos. Les pagan por cuidarlo y, como bonus extra, los dejan vivir ahí. Ad hoc guardians se llama el sistema.
Más allá de tan peculiar hábitat, encuentro el perfil de Matt fascinante: además de compartir conmigo la tendencia Tarantino, afirma haber visto a alguien lanzar un cigarrillo al suelo en un club nocturno, verlo rebotar y luego caer de forma vertical como si alguien lo hubiera puesto allí con mucho cuidado. Aunque afirma que aún espera un couch request de un axe murderer maniac porque sería un huésped interesante (y no somos ni Luis ni yo aficionados a matar gente), y a pesar de que asegura que la gente open minded no es precisamente emocionante (y así me he definido yo en mi perfil) nos recibe en su aula una fría y cobre tarde de octubre. Luis y yo decidimos pagarle con una caja de cereal, del cual Matt es un gran aficionado, y de cuyo techo, como prueba irrefutable, cuelgan varias cajas vacías.
La primera noche, iremos a una carne asada del vecino del aula de junto, quien cuenta con algunos españoles de visita y veremos Pulp Fiction desde un colchón grande en el suelo, cubierto por una especie de tienda de campaña hecha con cartones. La segunda noche, Luis y yo nos perderemos viniendo de Candem Town, con una caja de cereal bajo el brazo, cuando nos bajemos dos veces en la última parada de bus, sin haber visto jamás el rótulo de St. Mary Cray, nuestra estación, desde el segundo piso del bus. Y créanme: se ve uno ridículo perdido con una caja de cereal bajo el brazo, caminando por Londres a las 10 p.m., buscando nada más y nada menos que una escuela abandonada para pasar la noche.
Ask him about his grandfather’s knives
Se llama Kami. Es húngaro. Es escalador. Tiene un hijo de cinco años que vive en los Estados Unidos, de quien guarda juguetes entre los estantes, entre los libros, entre las ausencias que duelen. Vive en un lindo apartamento con un invernadero secreto, donde crecen plantas no tan secretas y que, la verdad, no deberían de serlo. Se llama Kami y no tiene ningún tatuaje.
Sentados una noche, acompañados de cerveza y humo verde, en su balcón frente al Danubio oscuro, Jon y yo pensamos en un tatuaje para él.
Cuando hemos llegado a su casa ubicada en el lado de Buda, cada uno por nuestra cuenta, de primera entrada nos han llamado la atención los cuchillos enormes con los que Kami suele cocinar. Los cuchillos, a todo esto, tienen una historia.
Corren los tiempos de la Unión Soviética en Hungría, nación con la que suelen tropezarse casi todos los conflictos en la historia occidental. En la plaza del pueblo de su abuelo, hay un tanque abandonado que todos los días adelgaza a pedacitos. Los cuchillos que Kami usa fueron, alguna vez, ese tanque abandonado, creatividad hecha en un país en el que tantas veces no hubo ni qué comer, pero siempre algo qué cortar. Los hizo su abuelo, quien estaba un poco más preocupado por su familia que por el régimen.
Le sugerimos a Kami que, si quiere una historia para contar con un tatuaje, debería de escribirse en un brazo: Ask me about my grandfather’s knifes. Y, para nosotros: Ask me about my hungarian friend´s grandfather’s knives.
La importancia de trabajar en el verano
Me lo dijo una holandesa, en el puerto de Bar, en Montenegro, cuando después de mi deportación albanesa me disponía a cruzar hacia Bari, Italia: en estos lugares que viven únicamente durante el verano, hay que matarse trabajando de sol a sol cual hormiga, sin tener chance de comportarse como cigarra ni un instante. Luego, llegará el otoño y el frío, y la ausencia de turistas, y la pobreza y todas esas tragedias que puede pasar una niña vendedora de fósforos en un invierno europeo.
Ella, lo suficientemente enamorada de un montenegrino como para dejar Holanda y mudarse con él y los restantes diez miembros de su familia a una sola casa, ayuda en un hostal ubicado en el primer piso. Todos, mientras el buen clima lo patrocine, trabajan para ahorrar dinero: desde la hermanita menor recolectando los tiquetes del trampolín en el parque, hasta la abuela atendiendo una pulpería que se abre cuando el cliente lo solicite, así sea a intempestiva medianoche. Y, por supuesto, si llegan más huéspedes de lo esperado, no dudan en cederles sus propias camas para dormir todos hacinados en el suelo de la sala principal.
Mientras la escucho atentamente, no se me cruza por la jupa que yo voy a tener que hacer lo mismo. Bari, ubicado a la par de una playa de cuestionable belleza, pero playa al fin y al cabo, derrocha vida en el verano, pero a finales del otoño comienza a tornarse taciturno y marchito, hasta que sucumbe a una llovizna fría y molesta.
Con tan cálido pronóstico del tiempo para los futuros meses, en más de una ocasión en los hostales de Francesco improvisamos camas o llegamos a ceder magnánimamente las nuestras, con el fin de aprovechar al máximo la lucrativa temporada veraniega.
Por supuesto, entre las leyes italianas esto no está precisamente bien visto: bed and breakfast, hostal u hotel se miden por el número de camas. Cualquier exceso en la cifra será considerado delito. Con las que tenemos improvisadas esta noche de overbooking, calificamos ya más o menos como a campo de refugiados, por los escasos baños y metros cuadrados para compactar a tanto mochilero desaliñado.
Así que nos vemos en severos problemas Luis y yo cuando una pacífica noche de verano, en que clientes y staff estamos hacinados gracias a un partido de fútbol entre España e Italia celebrado en Bari, mientras fumamos en el balcón, somos interrumpidos en nuestras divagaciones por una patrulla municipal lista para requisar el hostal.
Multas estratosféricas en euros, clausura del hostal, referencias negativísimas en la página de Hostelworld y todos los huéspedes expulsados por la policía en medio de la noche son algunas de las posibilidades que se nos cruzan por la cabeza, mientras no atinamos a qué decir y desde abajo, entre italiano y un inglés rudimentario, los policías nos solicitan abrir la puerta.
En un último intento lingüístico desesperado, optamos por escondernos del bombardeo de preguntas tras la misma torre de Babel: ambos comenzamos a hablar rapidísimo, en argentino y en tico, hasta que los policías pierden la paciencia idiomática y deciden marcharse a atender delitos más importantes que gente hacinada en un simple hostal.
Para el mediodía siguiente, por si las moscas, habremos acomodado a los huéspedes restantes en otros hostales y arrasado por completo con el piso, desde los camarotes hasta los rótulos de “cierre la llave del gas” de la cocina, en un torbellino de desmantelamiento en busca de impunidad municipal.
Cuidadosa y mínimamente amueblado permanecerá el hostal varias semanas. Todo porque unos amigos de Mohamed han sacado, durante la noche, un inodoro viejo y otras varas inútiles que, alguno de los amables vecinos del edificio, ha considerado un robo y una excelente excusa para fastidiar nuestra existencia una pacífica y lucrativa noche de verano.
Budapest Ink II
Se llama Jon. Tiene unos ojos profundamente azules. Es escalador. Lleva casi dos años en Burkina Faso, trabajando con los cuerpos de paz estadounidenses. Se llama Jon y estoy con él en Budapest, desayunando desde el balcón, frente al grisáceo Danubio.
Le he contado lo que significa mi tatuaje de El Principito volando lejos de su asteroide, que cubre en mi tobillo cicatrices de cuya causa no quiero acordarme. Él, por su parte, me cuenta qué significa la tortuga cerca de su rodilla.
Un día, Jon y su mejor amigo escalan entre azules: el azul del cielo y el azul del mar. Un acantilado contra el que se suicidan las olas, con fuerza. Los retos vienen en esas formas a veces.
Jon se encuentra más cerca del cielo que del mar. O al menos, eso cree, mientras avanza más rápido que su amigo quien, un poco más abajo, se encuentra más cerca del mar.
Pero se equivoca. Es su amigo quien está más cerca del cielo. Cuando Jon mira hacia abajo, el mar se encarga de llevárselo lejos, más lejos de todo lo que conocemos.
Jon se consuela pensando que su amigo se convirtió en una tortuga, mar adentro.
1 Comment
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historia interesante