Pidiendo ride en Croacia y otras cosas
Pidiendo ride en Croacia y otras cosas
“I wonder how the police would tell my parents the way I died...”. Mientras avanzamos kamikazemente por calles encurvadas como fetuccinis ya servidos, comienzo a preguntarme lo mismo: “Sí, doña Elisa, su hija murió en la isla croata de Pag, camino a la ciudad de Zadar, en los Balcanes, en un accidente de tránsito, junto con dos macedonios y un gringo-finlandés”. Para mejores, mi hipotética muerte estaría amenizada por una música que se volverá frecuente en este viaje balcánico, tipo turca, con voces de vibratos hiperbólicos a toda perilla.
David, Kalevi y yo, después de pasar un par de días en la isla de Rab y saltar a la de Pag, seguimos nuestra ruta hacia Zadar, ciudad encallada en la mitad de la costa de Croacia. Nuestro plan es pasar allí el día y después proseguir hacia Vodice, uno de esos pueblos que solo viven en verano y luego regresan a un Hades de aburrimiento por el resto del año. O sea, esta vara se perfila como un día maratónico. De hecho, mientras escribo estas líneas me pregunto CÓMO CARAJOS hicimos tanto; ha de ser porque aquí el sol veraniego se desvela también por el calor. Eso extraño de esas latitudes: esa luminosidad prolongada, como si la Tierra fuera de la dimensión de Júpiter y no rotara siempre tan deprisa, dándole a uno la sensación de que la vida rinde un poquito más.
En fin, David, quien bien pudo haber asistido a Woodstock, asegura que a su edad prefiere la previsibilidad del bus y no los caprichos de los aventones, así que acordamos que él se irá en transporte público hasta Zadar, mientras que Kalevi y yo seguiremos motorizados por nuestro dedo pulgar. De este modo, salimos por separado de la localidad de Novalja, dispuestos a recorrer los más o menos 100 kilómetros que hay hasta Zadar.
Mi experiencia pidiendo ride es relativamente amplia. En Mozambique era bastante, pero bastante común: desde que me bajaba de la micro, caminaba y me faltaban a veces unos 200 ridículos metros para llegar a mi casa, hasta el viaje odiseico de 500 kilómetros desde Maputo hasta la idílica playa de Tofo, para asistir a una fiesta de luna llena. Extender la mano ante un automóvil era un movimiento cotidiano en esas épocas, sin caballito de madera que las haya registrado. Kalevi, un poco más novato, ha comenzado a pedir aventón en este viaje, pero logró llegar desde Trieste a Zagreb, de modo que ya ha perdido la virginidad de su dedo pulgar. Por lo tanto, caminamos hasta la salida de la carretera y hacemos una breve parada en un supermercado, donde yo echo por tierra unos huevos Kinder para robarme impunemente su caja de cartón, con el fin de que nos sirva de letrero (mea culpa; ahora sí, échenme la policía croata).
Con nuestro destino escrito en grandes letras rojas, comenzamos a pedir aventón entonces. Hitchwiki, la wikipedia de todos aquellos que recorren el mundo a dedo, clasifica el área de los Balcanes como una de las más amigables para pedir ride y es cierto: en todo nuestro viaje, lo más que esperamos Kalevi y yo fueron 20 minutos. En el caso de este episodio, pronto, fuimos recogidos por un hombre macedonio y su padre, sonrientes y amables, que aparte de su lengua natal, solo hablaban alemán (¡y volvemos, noch einmal, con el bendito alemán! Esto es como si Hitler hubiera ganado la guerra). Und schnell, schnell! Ese mae iba manejando como si lo persiguieran los cuatro jinetes del Apocalipsis. Casi que me pegaba al asiento de la velocidad, mientras veía pasar vertiginosamente por mi ventana ese panorama croata TAN DISTINTO al tico, esa costa balcánica que es casi como un paisaje lunar: colinas enanas y cenicientas, rodeadas por inmensidades acuáticas que se confunden con el cielo, un sandwich de pan azul con aderezo gris. HERMOSO, diferentemente hermoso… Tan hermoso que, si bien hubiera sido lo último que hubiera visto en mi vida, a esa velocidad demente, seguro que ni siquiera hubiese notado el cambio al cielo.
Los macedonios, después de dejarnos en el centro de Pag (arbeit, entiendo) se ofrecen a recogernos de nuevo en media hora, luego de que finiquiten unos negocios en la localidad, para seguir rumbo a Zadar. Sin embargo, Kalevi y yo, quienes nos hemos imaginado repatriados en bolsas plásticas, decidimos ubicarnos en las afueras de un supermercado y pedir otro aventón, el cual resulta mucho más tranquilo, con una pareja de edad madura que balbucea un inglés rudimentario.
Gracias a la celeridad del transporte macedonio, llegamos primero que David, de modo que lo esperamos en la estación de bus sentados pacíficamente, sobrevivientes. Luego, una vez convertidos en tripleta de nuevo, nos damos una vuelta en un calurosísimo día veraniego por Zadar, ciudad ubicada en la zona de Dalmacia (para sus trivias o eventual participación en Quién quiere ser millonario: de aquí vienen los perros dálmatas y es en Croacia donde se inventó la corbata, la cual usaban sus ejércitos: croata => cravata => corbata, esa más o menos fue la metamorfosis etimológica, a grandes rasgos lingüísticos, claro está).
De mi fugaz paso por Zadar, en este día que hicimos de todo, voy a recordar dos cosas: primero, LO INCREÍBLEMENTE LIMPIA que está. Bueno, es que ni Suiza, que suele ser el parámetro de la perfección. Al menos yo en Zurich y en Ginebra veía chingas de cigarro en el piso por ahí, pero es que esto (y Croacia en general) es la inmaculada concepción urbana. Lo cual me lleva a la siguiente reflexión: para mí las guerras son uno de los elementos de la trinidad de absurdos de la humanidad (además de que haya gente que se muera de hambre y de que las mujeres caminen en tacones). Y, por supuesto, no importa el lugar, es inconcebible que haya naciones que se tiñan de sangre. Pero no puedo evitar la idea de que en un país con calles tan impolutas, macabramente, se haya notado aun más. Zadar, al igual que Duvrobnik y Sibenik (ciudades que se cruzarán más adelante en mi camino) fueron atacadas violentamente por fuerzas serbias. Y me cuesta imaginar esta pulcritud salpicada con sangre por todas partes, así como un perro dálmata tiene manchas incontables sobre su pelaje blanco. Ya para estas alturas, escuchando tantas “bellezas” sobre los serbios, podría comenzar a imaginármelos como orcos yugoslavos, delirantes en su imperialismo soberbio; sin embargo, intento mantenerme suizamente neutral y con la mente abierta.
Lo segundo que cabe mencionar acerca de Zadar es su órgano marino. Simbiosis entre diseño arquitectónico e instrumento musical de corte experimental, es como una especie de malecón escalonado a la orilla del mar Adriático. Gracias a una serie de tubos en su interior produce música (o al menos, unos cantos de sirena barítona) con el movimiento de las olas. Aunque he de reconocer que me decepcionó un poco (a veces no sé qué me imagino yo en mi cabeza surrealista: ¿qué esperaba? ¿Un concierto en fuga estilo Bach para un monumental Poseidón?), la verdad sí disfruté de sentarme al lado del mar a escuchar esos resoplidos marítimos, que se agitan asmáticamente cuando pasa un barco cerca. No deja de ser dadaísta: si alguien me hubiese dicho un año atrás que estaría en una ciudad que ni siquiera sabía que existía, escuchando un órgano marino, mientras un perro labrador chapotea alegremente a la par mía, en esta península balcánica tan infamemente masacrada…
Después del concierto náutico, enrumbamos hacia Vodice, una ciudad reducida, que pensamos tomar como base para ir al Parque Nacional de Krka al día siguiente. Ahí, nos quedamos en una pensión, una casa gigante, administrada por una adolescente serbia y su padre. Es interesante: me imagino que aquello es como si tuviera uno una casa en Guanacaste para los veranos, pero luego, viene la guerra, y ya tiene uno una casa en otro país. Ahora, se llama Croacia y no Yugoslavia.
En fin, con el alba y después de pedir el respectivo ride, otorgado por un simpático pintor de brocha gorda, enrumbamos hacia Krka, del cual guardaré tres recuerdos principales: uno, que nunca he visto TANTA agua por todas partes. Hacemos una caminata entre senderos y siempre hay líquido corriendo por algún lado. Parece como si Dios aún no hubiera separado bien las aguas de la tierra. Me parece increíble cómo, por el contrario, en la región de Tete, en Mozambique, la gente camina por horas para llenar un pinche balde. Me he obsesionado con la idea de que si un par de misiones de aliens aterrizan ahora, una digamos en África y otra en Europa, y regresan con los informes, van a creer que fueron a planetas totalmente distintos. Número dos sobre Krka es que su paisaje es tan heterogéneo y rico, que casi no tengo dos fotos iguales. Sus aguas hermosamente turquesas pueden tornarse tranquilas y diáfanas, luego blancas y espumosas como jacuzzi, después verdes y sostenidas, hasta volver a su turquesa extático y va de nuevo, en esa transfiguración camaleónica, acuática y cíclica. Y tercero: no he tenido oportunidad en mi vida de nadar en un sitio más paradisíaco que este. Si bien es cierto que las cataratas no son tan impresionantes como las de Victoria, en la frontera entre Zambia y Zimbabwe (bueno, es que eso ya es mucho con demasiado) cada lugar tiene lo suyo y estas cascadas de jade líquido, o unas parecidas, tuvieron que estar en el Edén al principio de los tiempos, antes de que todo se despichara por una pinche manzana. Croacia, definitivamente sorprende, no más vean las fotos:
¿Los contras? La entrada al parque nacional nos hirió la billetera severamente y hay que tomar un bus desde Sibenick, que solo pasa dos veces al día, hasta un pueblo cercano, que ha de ser el más aburrido de toda Croacia. En una tarde de sábado somnoliento, Kalevi y David se dedican a catar vinos en la tienda local (inexplicable cómo ese negocio puede prosperar ahí), mientras que yo merodeo con mi cámara por los alrededores y acabo presenciando una ruidosa boda croata.
Es Vodice el último común denominador turístico que compartiremos Kalevi y yo con David. Luego, él seguirá hacia la ciudad de Split, donde tiene una reservación irreversible en un hotel (por eso nunca me gusta reservar nada sino hasta el último minuto). Nosotros, por nuestra parte, seguiremos hacia Dubrovnik y, de ahí, cruzaremos hacia Montenegro.
Me da pena despedirme de David. Ha sido un excelente compañero de viaje, a pesar de la brecha generacional. Lo que me pone a reflexionar si quiero terminar como él: solo y mochilero. Se ve realizado, una persona de mente amplia, experimentada, de mundo. Pero creo que no quiero ser como él cuando haya vivido el doble de lo que llevo hasta ahora. Aunque me he acostumbrado a viajar sola, e incluso a veces Kalevi y yo tenemos que darnos nuestros espacios (lo adoro ya para estas alturas del viaje, pero cuesta que me domestiquen), lo cierto es que prefiero la compañía y estoy MÁS QUE AGRADECIDA por haber contado con amigos en mi camino. Pero, ¿hasta cuándo?
Y más me convenzo de que esta época la tengo que vivir hasta sus últimas consecuencias, recorrer el mundo intensamente, porque aunque ame viajar con todas mis fuerzas y este estilo de vida sea aventurero y fascinante, no quiero estar más sola… Mochilera sí, pero sola no.