Road trip suizo
Road trip suizo
Sábado por la mañana. Un fiat cinquecento. Dos Fernandos y una Andrea. Música para amenizar el viaje: los iPods de los tres están mezclados, así que hay para todos los gustos: la música en francés de Edith Piaf del Fer España, la electrónica del Fer Guate y mis soundtracks de The Science of Sleep y Amelie. En el maletero del carro: aceitunas, queso, embutidos, pan, vino blanco… ¡Chocolate! Pic nic en toda regla. Rumbo: primero Montreux, capital de uno de los festivales más prestigiosos de jazz, y Gruyere capital del… pues del queso gruyere.
El paisaje que desfila frente a mi ventana es algo que mis ojos nunca han visto, de modo que me quedo asombrada, impactada, maravillada, admirada y muchos otros «adas» de corte positivo. El lago de Ginebra se extiende con los Alpes al fondo, en una sinfonía azul con compases de nieve. Túneles. Autopistas. La música a todo volumen. Adoro los road trips con los Fers, desde que fuimos a Tamarindo hace unos meses y se gestó el viaje dadaísta europeo son mis gurús de la carretera.
Primera parada: Montreux. Llegamos a orillas del lago, junto al castillo de Chillon, un edificio grisáceo y con un brote de turistas que nos causa alergia. Como los Fers no entran a castillos a menos de que llueva y el paisaje sobrepasa cualquier pieza arquitectónica medieval, colonizamos una banca junto a un árbol que ha decidido ser amante del agua que llega tímidamente hasta la orilla, y cuyas ramas se estiran heroicamente hasta el borde acuático. Al lado corren los trenes cada tanto. En las alturas, una autopista que me da vértigo con solo mirar. Una copita de vino viene bien… O más bien un bowl de vino, porque el Fer Guate no ha traído las copas. Da igual. El vino sabe bien en lo que sea.
Comenzamos una sesión de fotos con el lago, el castillo y el árbol como protagonistas escenográficos. Se nos ocurren muchas poses, pero la mejor es cuando el Fer español decide subirse al árbol arqueado, trepando desde la raíz y se sienta sobre el tronco. Me gusta cómo queda la foto, con él pateando las paredes del castillo que se ven al fondo, enmarcadas por el tronco. Seguro que yo también puedo tomarme una foto ahí…
¡Ja! A veces se me olvida que ya no tengo siete años. Me cuesta subir por el hijueputa tronco, que peca de liso, resbaloso y de 270 grados redondeados peligrosamente hacia la gravedad, pero al final, como la terquedad siempre me empuja y el fin supremo demanda intentarlo todo por el simple hecho de decir que me he subido a un árbol junto al lago de Ginebra, lo logro. No está taaaaan alto, pero da como para sentirse en la conquista de un pequeño Everest botánico por unos instantes.
El problema surge cuando miro hacia abajo… Oh, oh… ¿Y ahora cómo putas me bajo? A todo esto, el Fer español me lo recuerda: «Fíjate bien, que no tienes seguro médico». Vaya…. si tuviera seguro, me tiro de cabeza para usarlo… El retorno por el tronco me parece imposible, porque no sé si podría poner los pies de vuelta en las mismas protuberancias que me sirvieron de escalones cuando subí; en reversa todo es más difícil, estamos diseñados para seguir siempre hacia adelante. Solo queda tirarme, a lo kamikaze, y caer lo mejor que pueda. Me entra un ataque de pánico súbito, porque la verdad es que sí, no tengo el famoso seguro médico y cualquier lesión en la carísima Suiza podría dar al traste con buena parte del viaje dadaísta…
Los Fers se ofrecen a ayudarme a bajar. Que ponga cada pie en un hombro de cada uno de ellos, que les dé la mano, que me haga hacia adelante… Al final, es como si estuviera uno de ellos hablando en griego, el otro en arameo y yo sólo entiendo esperanto. Un Fer se baja más que el otro y ¡PLOP! Montreaux retumba y en el lago se forma un tsunami de juguete. ¡He dado de culo en el suelo…! Mientras me quejo, el Fer español se pone una mano en la barbilla y dice: «A ver, la comunicación a mí me parece que es súper importante y aquí lo que ha habido es falta de comunicación entre nosotros…».
Noooooo, qué va: aquí lo que ha habido es una mujer con ganas de jugar de parvularia y un exceso de gravedad. «Bueno, por dicha tú tienes airbag«, me dice el Fer español, que hoy anda la mar de elocuente. Yo lo voy a tomar como una pequeña postal para el álbum del fin supremo: no sería tan memorable si no me hubiera caído del bendito árbol.
Con una nalga estallada, igual estoy lista para proseguir con el viaje. ¡Rumbo a Gruyere, entonces! Comenzamos a seguir el camino de forma aleatoria a ver a dónde nos lleva. Mientras tanto, el Fer español habla sin parar, en un monólogo random: dice lo que le viene a la mente. «Siempre que voy a Nyon salgo por otro sitio… ¿A que eso que estaba aplastado en la carretera era una liebre?… Quiero un queso con ajo… Venta de esquís… ¿Pero es que no me estáis escuchando?… Los parlantes acá atrás han de estar más fuertes, tengo dos Lady Gaga cantando en cada oreja… Quiero un queso con ajo…Esperad, que ahí venden… Ah, no, no venden…O espera, sí que venden». Lo cierto es que el Fer Guate y yo lo dejamos hablar solo para ver hasta dónde llega con sus apreciaciones random. Está obsesionado con encontrar la banca perfecta y la mesa perfecta para hacer el pic nic perfecto, ojalá y bajo un frondoso árbol perfecto que pueda hacer las veces de sombrilla perfecta, porque la cortina grisácea del cielo amenaza con romperse y dejar caer un aguacero estilo trópico húmedo de antología. Ya sabemos que una nube me persigue.
Nos adentramos más y más en caminos secundarios. Un olor a caca de vaca comienza a inundar el ambiente. Me encanta el olor, aunque suene escatológicamente irónico. Así me imaginaba yo que olía la Suiza de verdad, no la de perfume Armani y trajes Dolce y Gabbana… Quiero amarrar este olor a boñiga para volver a este momento siempre que huela a mierda bovina, con todo y que los gases de las vacas contaminan más que los carros… ¡Y hay pedazos de nieve! Hace tanto que no veía nieve que quiero lanzarme del carro apenas la veo. Los cruentos inviernos en Michigan no me han quitado mi enamoramiento crónico por la nieve… Será siempre mi amor platónico albino. Comienzo a filmar el camino con la música de Strawberry Swing de Coldplay, pero el Fer español es incapaz de contener su verborrea y así tenemos la artística pieza fílmica amenizada con sus comentarios… Hasta que llegamos a un camino privado y tenemos que devolvernos, estamos en Suiza, que no se nos olvide, y detrás de cada suizo hay un policía, hay que jugar con las reglas. Igual, uno de los granjeros suizos me lo he ligado sin querer, así que podríamos habernos quedado.
En fin, sin querer queriendo llegamos a un pueblo encallado cerca de un lago verde agua. Todo lo que han escuchado de Suiza es verdad: esto parece sacado de Heidi. Casas de madera con ventanitas cargadas de jardineras con flores, una fuente en el centro, un reloj que suena puntual a los cuartos de hora, una iglesia en el tope del pueblo, donde decidimos hacer el pic nic finalmente.
Hace un frío de cagarse, pero el paisaje es tan impresionante que vale la pena: los techos regados a nuestros pies, los Alpes imponentes, el lago al fondo… Lo extraño es que no hay nadie. NADIE. Aquello parece un pueblo de juguete, montado solo para impresionar turistas (misión cumplida, porque yo me siento dentro de un cuento y de un momento a otro comenzaré a entonar cantos tiroleses y a perseguir una cabra). Es un encantador pueblo fantasma.
Claro, con el frío que hace todo el mundo ha de estar hibernando, la primavera está empezando y no quiero ni pensar en lo helado que ha de ser en pleno invierno. La iglesia es rústica y pequeña. Si algún día me caso, me gustaría hacerlo aquí… Aunque tuviera que subir con mi vestido de novia todas esas escaleras; seguro que sería medio cansado y aparatoso, pero las fotos quedarían increíbles. Momento de hacer una foto con los Fers. Y empieza a llover. Nos vamos… Hace demasiado frío como para quedarse aquí soñando, demasiado frío por dentro y por fuera.
Regresamos por donde vinimos y llegamos a Gruyere…Otro pueblo que parece montado para impresionar turistas, solo que ahora sí que ha servido el marketing, porque está lleno. Me ha gustado más el anterior, más genuino y perdido. En fin, nos sentamos a comer crema gruyere y un café en una terraza, que ya no hace tanto frío. ¡Muerte súbita! Con razón aquí la gente es tan feliz. Con esta crema es para vivir en orgasmo perpetuo. Una lástima que esto se pueda hacer solo de vez en cuando en un viaje dadaísta, porque habría que tener este manjar siempre al alcance en la refri, ¡señor!
Al fondo, los Alpes, imponentes, no nos abandonan, a donde quiera que vuelva a ver ahí siguen, como tu recuerdo, que no me abandona. Este es un momento casi perfecto… Solo faltás vos. Lo decido: si algún día me caso (en un hipotético, hipotetiquísimo caso que decida echarle el gancho a una pobre e indefensa víctima) quiero que mi luna de miel incluya Suiza. Es demasiado perfecto. Demasiado…
Compro mi primera postal (una bandera de Suiza con un zipper que se abre y que dice: Switzerland inside) y luego de fotografiar a la Cow con sus congéneres suizas, damos una vuelta más por el pueblo hasta el castillo y nos devolvemos. Junto a la fuente hay un tipo con dos perros gigantescos… Que no son perros, ¡sino lobos! Mae, un par de lobos paseándose entre la gente… Siempre que veo un perro me gusta acercarme, tocarlo, hablarle… pero con estos, paso.
Hora de regresar. Hacemos una parada fugaz en Freiburg y luego proseguimos. El lago es ahora un espejo en el que el atardecer y los Alpes se pelean por mirarse antes de irse a dormir. Me encanta Suiza… Podría enamorarme de Suiza fácilmente, pero creo que le hace falta un poco de caos, un poco de malicia latina, un poco de imperfección. Para una luna de miel está bien. Pero yo tal vez aún no estoy lista para un mundo perfecto de chocolate, queso y montañas. No es perfecto si faltás vos…