Finlandia: en la tierra del fin

Finlandia: en la tierra del fin

 

Mae…  ¿Ves que tenía razón? Adonde quiera que voy, me sigue una nube y llueve a cántaros, como si hasta la madre naturaleza quisiera recordarme que, no importa cuán lejos escape, siempre seré una hija del trópico húmedo.

No sé cuál ciudad está más lejos de Costa Rica: si Maputo o Helsinki, pero en todo caso más hacia el norte no he estado nunca y es que hasta el mismo nombre del país lo dice: Finlandia, la tierra del fin. Y cuando llego, después de dos horas de barco, lo que me recibe es el aguacero descomunal que lo patrocina mi nube crónica, la cual me sigue a donde quiera que voy.

 

Ferry Estonia Finlandia Helsinki
Cruzando el mar Báltico en un día frío y lluvioso.

 

Kalevi, mi couchsurfer, un gringo-finlandés, se ha ofrecido amablemente a recogerme en la estación del tren, pero yo he llegado en barco procedente de Estonia y aún me queda descifrar cómo llegar del puerto hasta ahí. La travesía, en realidad, no reviste mayores complicaciones: en Finlandia, a diferencia de otros países de corte más nacionalista, son conscientes de que su idioma no es precisamente popular y tal parece que todos, TODOS, al menos en Helsinki hablan inglés con fluidez. De modo que, en una ciudad donde la población es bilingüe y todo parece estar minuciosamente organizado, es poco probable que me pierda, pero con solo ver la manera en que llueve a todo mecate me da una pereza salir a investigar… Ese es el momento de mayor adrenalina cuando viajo: el llegar a una ciudad y comenzar a descifrarla, sin saber a veces ni para dónde voy.

En fin, como quedarme viendo llover definitivamente no me llevará a la estación del tren, a menos que ocurra una inundación que voluptuosa y milagrosamente me arrastre hasta ahí, me envuelvo en plástico y, armada con una sombrilla con cabeza de pato que me encontré por obra y gracia del Espíritu Santo en una iglesia en Salzburgo cuando más la necesitaba, enrumbo a subirme al tranvía de forma clandestina, como ya es tradición, para llegar a donde he quedado de encontrarme con Kalevi.

Ha de ser porque está pasada por agua, pero la verdad Helsinki no me impresiona… y aunque eventualmente la veré soleada, la verdad es que no llegará a ser de mis ciudades favoritas. Tenía altas expectativas, que luego de visitar ciudades realmente encantadoras como Tallinn y Riga se quedaron cortísimas, por mucho que sea yo absolutamente fiel a los teléfonos Nokia.

 

Plaza Tranvía Helsinki
Helsinki.

 

Y es que la verdad esta vara se parece a Cartago guardando las distancias del caso, por supuesto: fría y con un aspecto de qué-aburrido-vámonos-a-dormir-a-las-seis-de-la-tarde. Ha de ser porque todos siguen las reglas. Y eso que yo la visito con Proserpina a punto de regresar al reino de Hades: Kalevi me enseña un video donde se ve la diferencia entre Helsinki en invierno y  verano… Mae, en invierno ha de ser esto la tierra de la depresión, no en vano escogen a estos países escandinavos para hacer estudios sociológicos sobre el suicidio. Ni un poquito de sol. Así que he venido en el tiempo indicado y más me vale no quejarme: tal y como lo vi en Tallinn, la noche en esta época del año no llega más que a un anochecer iluminado por un sol raquítico, que como un niño caprichoso se niega a irse a dormir.

Aunque la noche en que llego toca Yann Tiersen en la ciudad, mi presupuesto me impide ir a verlo. Aparte, he perdido la oportunidad del descuento: si compraba la entrada un día antes me ahorraba nada más y nada menos que la generosa cantidad de 50 centavos de euro. De acuerdo con Kalevi, esto es típicamente finlandés. Ahora me arrepiento: perdí la oportunidad de ver a Yann Tiersen en vivo bajo el pretexto del dinero, que en realidad, como siempre lo he sostenido, va y viene. Me consuelo con la idea de que quizás no quería escuchar el soundtrack de Amelie y recordarte. Si es que recordarte es algo que pueda dejar de hacer algún día en mi vida.

 

Bar Helsinki
Bar underground en Helsinki.

 

Mi primera noche la invierto entonces con Kalevi en un par de bares underground de la ciudad. Un doble de Elijah Wood, pronto nos hacemos amigos y, como por enésima vez, pienso en nominar al creador del couchsurfing como premio Nobel: gracias a esta fabulosa red encuentro al compañero de viaje que había anhelado en la solitaria Tallinn. Y es que Kalevi piensa hacer un viaje por los Balcanes también en un par de semanas y, para mi suerte, lo haremos juntos en una serie de aventuras que se narrarán cuando sea el momento.

Por lo pronto, al día siguiente yo enrumbo en compañía de la Cow hacia la isla de Suomenlinna, una fortaleza donde la arquitectura cartaga se hace ligeramente más patente en algunas de las casas y cafés que la pueblan.

 

 Isla Suomenlinna Finlandia Helsinki
¿A poco no se ve medio cartago el chante?

 

Claro, de vez en cuando la presencia de murallas, cañones de época, algún submarino de la Segunda Guerra Mundial y playas donde me parece inconcebible que alguien se atreva a darse un baño con este frío, me recuerdan lo lejos que estoy de la vieja capital.

 

Cow cañón isla Suomenlinna Helsinki
La Cow, en la isla de Suomenlinna, a punto de ser disparada en nombre de Finlandia.

 

Aunque me lo paso bastante bien recorriendo Helsinki sola, disfruto mucho más cuando llega Andrew, un gringo de Detroit, quien lleva ya cinco meses mochileando y que será un couchsurfer más en el apartamento ubicado en los «barrios bajos» de la ciudad donde vive Kalevi.

 

Edificio apartamentos Helsinki
El edificio donde vive Kalevi, en un «barrio bajo» de Helsinki. Yo resulté sospechosa por tomar esta foto. Cualquier semejanza con Los Cuadros es mera coincidencia…

 

Lo que definitivamente NUNCA olvidaré de Andrew es que llega con una mochila súper pequeña, una especie de equipaje de mano tipo Ryanair, y allí carga con las cosas menos prácticas, objetos que a mí EN LA VIDA se me ocurriría echar en mi equipaje, como un guante de jugar pool o unos parlantes. Es como Mary Poppins. Jamás he visto viajar a alguien con una mochila tan minúscula y sacar objetos tan poco usuales de ella.

En fin, conformando un trío dinámico, al día siguiente nos vamos juntos con Kalevi a recorrer el cementerio capitalino, las instalaciones olímpicas de 1952 y el monumento a Sibelius, un órgano de 24 toneladas donde es posible encontrar a docenas de turistas tomándose las fotos trilladas haciendo la V cliché con los dedos.

 

órgano Sibelius Helsinki
Andrew y yo en el monumento a Sibelius, haciendo la pose turístico-china.

 

Más tarde, asistiremos, de rebote, a una reunión de negocios de Kalevi, quien cuenta con un pub crawl en Helsinki y patenta abrir, junto con su socio Oliver, un inglés gigante, barbudo y simpático, un hostal en los próximos meses. Para ello, entrevistan a Sylvia, una inglesa de dieciocho años bien maquillados, en un bar australiano del centro. La reunión, como todas aquellas de empresarios veinteañeros, no podría transcurrir de otro modo que no sea con cervezas y juegos de pool, los cuales terminan siendo terriblemente caros para todo lo que hay que discutir y decidimos continuarla con una improvisada carne asada, escuchando Manu Chao y aprovechando el sol de medianoche finlandés.

Mañana debo tomar un avión hacia Berlín temprano en la mañana, de modo que, como a las once de esta noche que nunca llega a ser noche, e incapaz de seguirlos en la borrachera épica dentro de la cual se sumergen cada vez más y más mis compañeros, me retiro a cazar algunas horas de sueño desde la cómoda cama de Kalevi.

Berlín… Hace siete años que estuve en Berlín, y todo lo que recuerdo son una serie de retazos borrosos por todas las lágrimas que se me quedaron perdidas y que, juntas, posiblemente podrían inundar sin problemas la Alexanderplatz. Y como si mi subconsciente se preparara para ello, comienzo a tener pesadillas inspiradas en esa última vez, cuando me parecía casi imposible que ese horrible episodio de mi vida terminase sin ningún muerto…

¡Pufffff…! Me despierto de golpe y decido ir al baño. Helsinki. Aún estoy en Helsinki y no tengo que exorcizar fantasmas del pasado. Abro la puerta del cuarto de Kalevi y…

¡Sorpresa-sorpresa! Andrew está desnudo bailando con luces de colores (otro de esos artefactos extraños que NO ENTIENDO cómo le caben en su micro mochila a lo Mary Poppins). Kalevi y Sylvia prácticamente están teniendo sexo en el sofá. Y Oliver yace en el suelo del baño, completa y etílicamente inconsciente, desnudo, y con el cuerpo cubierto de grafitis… ¡Maaaaae! WTF??? Creo que ya no estoy tan joven para estos trotes y, como la más abuela, me devuelvo a la cama y sigo durmiendo.

Diay, lamento decepcionarlos si creían que yo le entraba a todo….De todas maneras, tener sexo grupal en una ciudad donde no se oculta el sol no parece ser una experiencia que quiera añadir a mi álbum dadaísta.

 

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