Exorcizando Berlín Parte I
Exorcizando Berlín Parte I
Berlín. El ejemplo más claro que puedo encontrar, hoy por hoy, de que no es la primera impresión la que cuenta. Mientras que hace 7 años tomé un tren rumbo a Praga aborreciéndola a muerte, con la nariz congestionada por andar llorando junto al Reichstag y entre los bosques de Wannsee, y con solo dos pinches fotos en mi cámara, esta vez, en el 2011, fue exitosamente exorcizada de todos los fantasmas del pasado para saltar al top 10 de mis ciudades favoritas.
Y es que Berlín es uno de los clusters de pluriculturalidad más grandes y fascinantes que haya conocido. Cosmopolita. Sorprendente. Con mil y una cosas para hacer. O más bien con un millón y una cosas por hacer. Será sucia, urbanamente monstruosa y con más gente drogada de la cuenta, pero para mí eso vale mierda si uno puede ir a una fiesta en un parque de diversiones abandonado, o a una en la que la electricidad funciona gracias a bicicletas estacionadas que los invitados tienen que pedalear por turnos. O a un concierto de rockabilly, como me toca a mí en mi segunda noche, donde acabo dadaístamente luego de una fiesta de cumpleaños de una adorable pareja conformada por una panameña y un alemán.
Pero no nos adelantemos a los hechos. A Berlín llego dispuesta a quitarme de la cabeza una de las peores sensaciones que conozco: la de «¿Y si hubiera hecho esto?». Y es que la vez pasada fue un desastre, de modo que, aunque solo cuento con una trilogía de días en la capital alemana, en mi fuga del área Schengen, estoy dispuesta a disfrutar esta vez hasta el grado de enamorarme de la ciudad y de decir: «Mae, yo quiero vivir aquí». Y es que, aunque ir a Berlín prácticamente se me ocurrió en el último momento, ahora que lo pienso debía ser una tarea casi que imperativa en el viaje dadaísta.
En fin, luego de mi vuelo desde Helsinki y de una escala en Riga, tomo un bus desde el aeropuerto y arribo a Hermannplatz, donde después de degustar una salchicha y unas papas fritas (que logro ordenar en mi precario alemán), me esperan Ingrid y Oscar, amigos de Costa Rica que se han mudado aquí hace ya casi dos años para estudiar diseño de modas.
¡Maaaaaae! ¡Qué éxito hablar en tico! Son los primeros que me encuentro desde que salí. Nada mejor para empezar la aventura berlinesa, entonces, que ir a la orilla del río a ver el atardecer con una birra y un purito, mientras un arco iris se dibuja en el cielo con crayolas de lluvia tenue y debilucha, a diferencia de los aguaceros de cielo roto que bañan nuestra patria tan lejana.
Con ellos puedo hablar con todo el pachuquismo que me da la gana, acordarme de Musicales del 13, de Lara Ríos y Pantalones Cortos y comer gallo pinto por primera vez en mucho tiempo. Punto a favor de Berlín. No es un recibimiento típicamente alemán, es cierto, pero de todas maneras esta urbe es tan cosmopolita que bien se permite un poco de español en sus calles, con todos los «mae», «ni picha», y «diay» que se pueden esperar de tres ticos que se encuentran después de varios años de ni verse.
Y aunque Ingrid y Oscar viven en un apartamento pequeño al que llaman el camping (dada la improvisación del mobiliario), en un barrio poblado por una cantidad abrumadora de inmigrantes turcos (lo cual por algunos puristas neonazis que andan por ahí ha de ser considerado low class), a mí me parece fascinante. Buena compañía y un colchón para mí bastan, y al día siguiente me dedico a hibernar, actividad a la que tengo que consagrarme al menos una vez por semana, puesto que la vorágine mochilera me obliga a realizar mi fotosíntesis semanal para recuperar energía, aun cuando mis días en el área Schengen estén contados.
La noche, en todo caso, no pienso desperdiciarla durmiendo con la cabeza sobre la Cow (para quienes creían que la Cow viajaba gratis, error: ella se gana los pasajes sirviendo como almohada), así que, de colada, me voy a la fiesta de doble cumpleaños de una pareja de amigos de Ingrid y Oscar.
Das Leben der Anderen… La vida de los otros… Me parecen una pareja tan hermosa, que no dejo de pensar en lo mucho que me gustaría tener algo así. Los dos altos, ella como una modelo caribeña, y él tan guapo que me hace repetir en la cabeza una y otra vez el mandamiento ese de no desear al hombre de tu prójima. Simpatiquísimos. Un apartamento amplio, de corte minimalista, una cena deliciosa para los invitados, una hamaca colgando en el medio de la sala y fotos de las últimas vacaciones juntos, profesionalmente tomadas. Y todo esto en una de las ciudades más alucinantes del planeta. Bueno, ya me callo, ese es mi problema: la ambición, ya lo sé. Nunca tengo suficiente: cuento con la suerte de estar en Berlín y ya me quiero quedar viviendo ahí, en un súper apartamento, con un novio guapo.
En fin, resulta ser que esta noche se presenta en Berlín un grupo de rockabilly que yo en mi vida he escuchado: Kitty, Daisy & Lewis. Adolescentes de la escena, estos ingleses tocan junto a sus padres y hoy lo harán en una fiesta privada, pero uno de los invitados es amigo de alguien que conoce a alguien que conoce a alguien… No sé cuán amigos han de ser para poder aparecer con al menos 15 maes en la puerta de un momento a otro pero yo, en todo caso, aunque en mi vida he escuchado una canción de ellos, me apunto dadaístamente al evento.
La fiesta privada, en un edificio que parece palacio, resulta ser una experiencia, efectivamente, berlinesa. Mae, es que aquí las subculturas son súper fuertes: si la vara es rockabilly, ES ROCKABILLY. La gente parece salida de revista: las chicas son pin ups vivientes y los maes parecen recortados de los 50, con sus sombreritos de marinero y tirantes. Están todos tan bien vestidos, tan, pero tan fashion, acorde con la ocasión, que lo que me dan ganas es de tomarles fotos a cada uno… pero bueno, tampoco la polada. Así que con mi mejor poker face attitude, me pongo en fila para entrar. Y tal como lo imaginaba: están cobrando. Acht euro. Mae, y yo que cada vez ando más y más limpia… Y diay, que me queda… La vieja de la entrada no es nada simpática, parece que no es negociable el asunto y la gente con la que vengo, comienza a pagar. Cuando de pronto, es que soy guavera, sale un mae que ha de ser el amigo del amigo del amigo, y nos deja pasar a los que quedamos en la fila gratis. ¡Éxitoooooo!
¿El concierto? Échenle una ojeada a este video, fue más o menos así, solo que a pequeña escala, por supuesto.
Yo, quizás por estar medio fumada y con unas birras adentro, me llevo una impresión inmejorable. Sobre todo, me enamoro de la forma de tocar de la mamá, quien es la bajista del grupo. ¡Maaaaae! Qué clase de feeling. Igual, cualquier persona que pueda hacer pizzicato por dos horas consecutivas se merece mi respeto, porque las cuerdas de un bajo son de lo más concho que hay en el mundo de la música. Puedo atestiguar al respecto: en mis épocas contrabajísticas desarrollé callos que incluso me impedían sentir el mismo fuego. ¡Y qué manera de tocar la armónica la de Kitty! Me hace sentir como si fuera en un tren, en el compartimento de carga, fumándome un cigarrillo y yendo hacia ninguna parte, en medio de un desierto fascinante.
Vaya, hasta que llegué a Berlín he descubierto que me gusta el rockabilly. Incluso, podría comenzar a vestirme al estilo de los 50, maquillada (¡oh, sí, yo maquillada!), con peinados sofisticados y con tatuajes old school, sino fuera por mi resistencia crónica a casarme con ningún estilo. Ha de ser el encanto berlinés de esta noche que me ha hechizado, en todo caso.
A la tarde siguiente (incapaz de madrugar, luego de la noche anterior) y como tiempo no queda, salgo meteóricamente a hacer un recorrido por las atracciones principales de Berlín. Todo lo que quisiera conocer fijo que no me dará tiempo, tendría que mudarme allí (posibilidad que aún estoy barajando, porque quiero aprender alemán bien), pero con la ayuda de Oscar y de un libro que me ha prestado, me elaboro un tour improvisado, enrumbo hacia Alexanderplatz y de ahí comienzo mi recorrido.
Primera parada: la Fernsehturm, esa torre en forma de aguja que se ve casi que desde cualquier parte de la capital. Como es de esperarse, hay una avalancha de turistas ávida de tener Berlín a sus pies en 360 grados, de modo que me quedan dos horas mientras espero mi turno para llegar a las alturas alemanas, puesto que yo he agarrado justo el último número. Aprovecho, entonces, para merodear por los alrededores y, de camino, me topo con el Berliner Dom (la catedral) y, sentados en un parque, por esas casualidades de la vida, me encuentro nada más y nada menos que con Marx y Engels, con quienes aprovecho para tomarme una foto.
Luego de subir los 368 metros de la Fernsehturm y ubicarme desde las alturas acerca de las dimensiones de la ciudad, tomo el metro y me desplazo hacia el Reichstag. Entre los recuerdos difusos y pasados por lágrimas de la última vez que estuve en Berlín, se me viene a la mente el haber estado sentada en el césped frente al parlamento, pero no haber ingresado. ¿Por qué? Bueno, he debido de estar tan trastornada en esa ocasión que seguro lo dejé pasar por alto, pero esta vez, como el objetivo es exorcizar la ciudad y no quedarme con el angustiante ¿y si hubiera hecho esto?, decididamente me acerco a la puerta para entrar. Y resulta ser que el ingreso solo se permite con cita, que se debe sacar con tres días de anticipación. Eso explica por qué la vez pasada no entré, jeje. Y espero acordarme cuando regrese y que a la tercera sea la vencida, de modo que son testigos ustedes, lectores de este blog, que debo retornar con el objetivo-pretexto-excusa de por fin ver el bendito parlamento por dentro y hacer la reservación con tres días de anterioridad. He dicho.
Recordando vagamente que la puerta de Brandemburgo no quedaba lejos, y rechazada por la organización burocrática alemana que permite el ingreso al Reichstag únicamente cada tres días (que ya no me quedan al menos en esta ocasión), enrumbo primero hacia el memorial a los soldados soviéticos (el cual se ve imponente al caer el sol) y posteriormente al Holocaust Denkmal, donde me pierdo entre el bosque de piedras.
He tenido, sin duda, que ir despichada haciéndolo todo, y estoy cansada, de manera que hasta que el sol se oculta, paro mi caminar frenético y me dedico a tomarme fotos y fotos junto a la puerta de Brandenburgo.
Y es que cuán mal pude haber estado la vez anterior, que ni siquiera me molesté en tomar una sola foto en un sitio tan emblemático de Berlín. Y de repente, no sé por qué, decido que ese será uno de los puntos centrales de mi exorcismo y me paso un tiempo indefinido, hasta que la noche me empuja de regreso a casa de Oscar e Ingrid, contemplando la puerta de Brandenburgo, que tanta historia ha presenciado, desde todos los ángulos posibles. Creo que hay una analogía, de hecho, entre la puerta y yo. Destruida durante la Segunda Guerra Mundial y aislada de ambos bandos durante los años del muro. Yo, de forma similar, fui destruida hace ya 7 años y hoy, curiosamente, estoy aislada de los dos bandos masculinos que, a la postre, han contribuido a construir una muralla que no sé si algún día algún hombre pueda derrumbar. Pero ahí estamos, la puerta de Brandenburgo y yo, las dos aún de pie, viendo caer la noche, con los fantasmas de un pasado que queda cada vez más y más atrás, esperando a que, de nuevo, salga el sol.