Another brick in the wall

Another brick in the wall

 

Camino 25 metros. Y me devuelvo 25 metros. Vuelvo a caminar los 25 metros. Y me devuelvo los 25 metros. Y camino de nuevo los 25 metros. Y me devuelvo otra vez los 25 metros. Y va de nuevo… Al menos unas diez veces.

Parezco estúpida, pero en realidad soy muy afortunada de poder andar y desandar estos 25 metros. Estúpida es la situación que me hace tan afortunada: miles de personas soñaban hasta el delirio con tener la libertad de caminar estos 25 metros, por casi 30 años. Y hoy, más de 20 años después, yo lo hago parecer tan ridículamente fácil…

Estoy en el Checkpoint Charlie.  Monumento a uno de los absurdos más grandes de la historia de la humanidad. Algunos dicen que las fronteras existen… yo, personalmente, nunca las he visto. Y sigo sin verlas. ¿No es extremadamente extraño que cruzar estos simples 25 metros fuese, por tantos años, algo tan complicado? La relatividad de los espacios… Un trozo de la misma tierra, que no es más que un conjunto de átomos como cualquier otro, un vulgar y corriente pedazo de tierra, ni mejor ni peor que aquel que tenga usted, amable lector, en el jardín de su casa, y cientos de personas murieron en un intento por tocarlo con las suelas de sus zapatos. Absurdo.

 

Checkpoint Charlie Muro de Berlín
Checkpoint Charlie.

 

Ciertamente, si se despoja a los objetos de toda la parafernalia ideológica que muchas veces los disfraza, no queda más que la realidad desnuda e intrascendente, con su patético cuerpo de banalidad, avergonzada de lo que en verdad es. Como un perro lanudo, frondoso y engañosamente gigante, que luego de mojarlo con una manguera  queda reducido a un montón de huesos castañeantes. Qué idiotas somos los humanos (y por supuesto que me incluyo yo, que ando cargando con una piedra en mi bolso desde hace 7 meses): somos adoradores muchas veces de significantes que no tienen ni la más remota cualidad como para ser merecedores de tanta reverencia y fanatismo.

Veamos, por ejemplo, este: un vulgar y corriente pedazo de tierra, que yo cruzo ahora todas las veces que  me da la gana, asegurándome de que mis pies puedan, tan siquiera imaginarse, qué puede sentirse de diferente en este suelo para que haya sido considerando intrínsecamente distinto. Pero no es más que un vulgar y corriente pedazo de tierra, homogéneo, semejante a otros mil millones de pedazos de tierra. Eso es, solo eso y nada más. Pero semejante trozo de tierra fue rellenado con un significado, un significado quizás demasiado monstruoso como para un simple, impotente, vulgar y corriente pedazo de tierra y, de este modo, supra-abonado con un ideario delirante, con una retórica mesiánica y el siempre mugroso dinero de por medio (estoy hablando de ambos bandos) se convirtió en este Checkpoint Charlie y en el infame muro de Berlín.

Uno de los residuos de esa infamia, la East Side Gallery, una momia de poco más de un kilómetro del extinto muro, está coloreada por grafiti amateur de un lado y por murales profesionales del otro. Nikita Krushev conduciendo un automóvil con un volante en forma de la famosa hoz del proletariado, una bandera alemana con la estrella de David y el célebre beso entre Leonid Brezhnev y Erich Honecker, inmortalizado en el conocido mural donde se toman fotos todos los enamorados que turistean por este lado (el Mein Gott hilf mir, diese tödliche Liebe zu überleben o, para más corto, el Bruderkuss) son algunas de las obras que decoran profesionalmente esta reliquia de tiempos de la guerra fría.

 

Bruderkuss East Side Gallery Muro de Berlín Andrea Aguilar-Calderón
¡Díos mío! Ayudame a sobrevivir este amor mortal, que me hace besar a hombres dibujados en las paredes ante tu ausencia indefinida…

 

El grosor del muro, cortado de tanto en tanto, es ridículamente escuálido. En este caso, el trozo de tierra es aun más estrecho de lo que pudo haber sido la burocracia del Checkpoint Charlie. Casi me parece que lo puedo agarrar en toda su extensión con mi mano, si la estiro bien. Un pedazo vulgar y corriente de concreto, un conjunto de átomos, nuevamente, y todo cambia.

No hay nada de especial en este muro por sí mismo. Recuerdo que aquel 9 de noviembre de 1989, en mi ignorancia infantil, me pregunté por qué hacían tanto escándalo por derribar una pared, si recién la tapia de mi casa amenazaba con caerse con el próximo temblor de cuatro grados mínimo. Y aunque suene demasiado ingenuo y cándidamente anecdótico, pienso que tenía razón. Y es que intrínsecamente, la tapia de mi casa y la East side gallery son la misma vara: son muros. Muros vulgares y corrientes. Pero de nuevo, la connotación que le da la gente es tan estratosférica, tan elaborada, tan compleja y, sobre todo, tan absurda, que de un momento a otro este muro de Berlín se convierte en una catástrofe inevitable que cae del cielo, en algo incluso lógico, hasta natural y que, con todo descaro, pasa a ser aceptable por casi 30 años. ¡Casi 30 años! Prácticamente todo lo que llevo yo de vida y la gente tenía que convivir con ese armatroste dividiendo la ciudad, como si fuese algo obvio e indiscutible. A veces me da vergüenza que algún día vengan unos extraterrestres y se encuentren con estos conceptos imaginarios tan ridículos que la gente llama fronteras. Es que ni siquiera primitivo puede llamársele a esto, los cavernícolas no perdían tiempo en estas intrascendencias ideológicas.

 

East Side Gallery Muro de Berlín
Ridículamente absurdo….

 

Tal vez, respecto del muro de Berlín, los cuatro gatos que me leen hubiesen esperado una entrada del blog más profunda y reflexiva. Podría comentar los diseños de los murales con mis precarias cualidades de crítica del arte, describir la abrumadora opresión ante la imponencia del muro en cuestión, la energía acumulada que guarda su aura cargada de sueños bloqueados, mencionar hechos históricos después de inyectarle a mi cerebro una dosis de Wikipedia, o criticar el capitalismo, vencedor indiscutible de la bipolaridad del planeta y que ha conquistado, finalmente, ambos lados de este enorme obstáculo a la razón. Incluso, podría comentar la infaltable tienda de souvernirs, donde por un euro ponen en el pasaporte el sello del Checkpoint Charlie.

Pero la verdad es que nada de eso me impresiona como el hecho de comprobar que puedo pasarme de un lado al otro sin que me disparen. Aparte de todo el interés económico y la ideología accesoria que siempre maquilla sus ansias desmesuradas de poder, ¿de verdad que no hay nada, absolutamente nada, que haga un lado distinto al otro? ¿Cómo la humanidad no se percató antes de semejante evidencia? ¿No podían realizar ese sencillo experimento antes de ponerse a construir un muro e inventarse un puesto fronterizo tan absurdo, que es hoy apenas una casetilla en medio de una calle, con un McDonald’s del lado gringo y un enorme cartel del iPad 2 del lado soviético? ¡Hasta la publicidad germina igual hoy en día de ambos lados!

 

Lado gringo Checkpoint Charlie Muro de Berlín
Lado gringo
Lado soviético Checkpoint Charlie Muro de Berlín
Lado soviético

 

El aire no es más fresco, la tierra no se siente distinta, el cielo cuenta con las mismas estrellas y el sol alumbra igual. Y quienes se proclamaron como los más capaces de gobernar la Tierra, fueron tan estúpidos como para no darse cuenta, o lo suficientemente astutos como para convencer al mundo de que, más allá de sus intereses personales, en efecto, ambos pedazos de tierra son tan únicos y especiales que bien vale la pena morir por ellos. Y así, por décadas, convirtieron miles de razones incuestionables en otro ladrillo en el muro y, aún hoy, lo siguen haciendo. All we are is just another brick in the wall.

Cualquier lector que guste de hilar delgado dirá que esta entrada no es más que una falacia de reducción al absurdo. Y tendrá razón. Pero me parece que, de vez en cuando, las grandes ideologías, religiones y demás fanatismos que separan a la humanidad deberían de someterse a este tipo de triquiñuela retórica, solo para descubrir la verdadera falacia absurda que, en realidad, son.

O dicho de una forma más llana: al final todo es la misma mierda, pero con distinto olor.

 

Muro de Berlín East Side Gallery Andrea Aguilar-Calderón

 

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