El efecto Mozart
El efecto Mozart
(Extracto de la Pascualina, Viena, 15 de abril)
¡Mae! TENÍA simplemente que escribir algo en este sitio: a la derecha Beethoven, a la izquierda Schubert. Al frente Strauss y Brahms. ¡MAE!
Por supuesto que mi primera parada en Viena tenía que ser ir a ver gente muerta; estos cementerios son un éxito. No es lo ideal tal vez para muchos, pero a mí me ENCANTAN los cementerios, y aunque sea un día bastante frío, al menos no está lloviendo y da para sentarse a comer mis dos últimas tajadas de pan y darle muerte a la Nutella que cargo desde Suiza. Ah, Viena… Y con tantos cadáveres famosos irónicamente silenciosos rodeándome… Surrealista.
Como cellista, contrabajista y oboísta frustrada, Austria estaba en la lista para algunos peregrinajes musicales, por supuesto. Eso es algo que aún me queda por resolver: tantos años de mi vida estudiando música y ¿a dónde he ido a parar? A ningún sitio… ¿Será ya tarde para reanudar una carrera en un mundo tan competitivo como la música, que vive de prodigios y no de arrepentidos treintones como yo? ¿O debo seguir como en los últimos años, solo tocando cuando me gusta? Es algo que tendría que resolver en este viaje y de ahí mi interés por entrar de nuevo en contacto con sueños musicales añejos y ya, tristemente, silenciosos.
Cuando era niña, mi abuelo tenía un disco de acetato de Mozart; en la portada, una foto de Salzburgo. Yo sabía, entonces, que ahí sonaba la sinfonía número 40. Eso, y que me gustaba muchísimo merodear entre los instrumentos de la bodega del Teatro Nacional, donde trabajaba, lo convencieron a él y a mi mamá de que podía estudiar música. Casi que me diagnostican un talento bendecido por el efecto Mozart si hubieran especulado al respecto en los 80. Así que 1989: ya estaba yo matriculada en la Sinfónica Juvenil y el resto es historia.
Historia que no tiene un final feliz. Porque ese es mi problema: por muy creyente de la reencarnación que sea, no he podido enfocarme nunca en una sola cosa, porque TODO me llama la atención y TODO quiero hacerlo aunque sea solo una vez en esta vida. Y una vida no alcanza, ciertamente. De modo que, rebotando de instrumento en instrumento y de carrera en carrera, a esto he llegado hoy por hoy: a ser nómada de profesión, y a tener un oboe y un cello en casa llenándose de polvo y de silencio.
Lamentablemente, cargar con un cello o un contrabajo mientras se mochilea está fuera de la ecuación (ya lo hice una vez y evitaré a toda costa que la experiencia se repita), de modo que en este peregrinaje no cuento con partitura. Y así, con varios años de compases de silencio, llego a mi primera parada en este reencuentro con la música: Salzburgo. Escenario también de The Sound of Music, película de cabecera todos los diciembres, visitar los escenarios del filme definitivamente llama mi atención, pero hay un obstáculo: el dinero, natürlich, porque un tour por los sitios donde se rodó la peli sale caro y, sí, un poco artificial. Tampoco puedo malcriar a la Andrea-1985 dentro de mí todo el tiempo, que ya Heidi salió bastante cariñosa. Igual, seguro que se divertirá visitando las dos casas de Mozart.
Así que, con un frío criminal, hacia allá enrumbo, luego de perderme un poco en el minúsculamente urbano Salzburgo, que parece una ciudad de estas en miniatura que habitan dentro un domo artificial con agua y que, cada vez que se sacude, parece que nieva y que funciona también como una cajita de música; sin duda, uno de esos pocos souvenirs hermosamente románticos. De hecho, hoy ha nevado un poco en la mañana, así que agradezco la frase salvadora del Fer España, cuando propuse dejar mi abrigo en su casa, eufóricamente motivada por una Suiza demasiado soleada: «Hasta el 40 de mayo no te quites el sayo». Y, por muy pesado que sea el puto abrigo, por dicha que me lo he traído, porque me congelo. Para terminarla de rematar, está lloviendo y esa precaución sí que no la he tenido: como media docena de sombrillas en mi casa en San José, capital con cielo roto, y no me traje ni una. La verga… Bueno, ya ni modo.
La primera casa de Mozart es en la que vivió varios años, ya que viajó la tercera parte de su vida (moraleja, niños, moraleja) Hago mi ingreso con aire solemne, como debe ser, al salón de baile en el segundo piso, que también servía para que jugaran tiro al blanco, dulces caprichos de la época en que ser canoso y melenudo estaba de moda. La casa, en sí, está bastante reconstruida, porque se la apearon en la Segunda Guerra Mundial (las guerras no respetan la vida, menos la casa de Mozart), de modo que no me transmite mucha emoción, la verdad. Aunque, por supuesto, hay objetos de reverencia en el sitio: una copia de una ópera autografiada por Strauss, cartas, el piano de Mozart (¿o más bien el clavecín de Mozart? Este alemán que tampoco nunca aprendí me confunde y no tengo los nombres de los instrumentos antiguos a flor de labios, así que llamémoslo chapuceramente «piano», aunque sé bien que no es un piano).
Lo primero que me viene a la mente es, curiosamente, un episodio de los Simpsons: una parodia en la que Bart es Mozart y vive como un rock star de su tiempo, acosado por fans, el marketing, la fama… Y tal me parece que así es la vara. Ni fotos se pueden tomar, lo cual me parece medio inconcebible, porque a donde quiera que he ido (con excepción de la Capilla Sixtina) siempre he podido tomar fotos donde me ha dado la gana en tanto no sean con flash, lo cual me parece comprensible.
Kein photo me dice un guarda… La verga, ni que el bendito «piano» se fuera a desintegrar con una pinche foto. Estratégicamente, me pongo lejos del instrumento en cuestión, me oculto tras un mueble que expone unas cartas en las que Mozart le contaba a su mamá lo bien que le había ido con una ópera en no sé dónde y bla, bla, bla… «¿Y quiere ver cómo le tomo una foto al piano de Mozart?». ¡Clic!
Con la segunda casa de Mozart, donde nació, el aire solemne es aun mayor. Sin embargo, un grupo de adolescentes en viaje de clase le quita un poco el espíritu de peregrinación, con sus Ipods, sus comentarios estúpidos y sus Nintendo DS en mano. ¿Que ya no hay nada sagrado?, me pregunto, mientras los veo felices solo porque han perdido un día de clases y los han sacado a pasear de sus prisiones escolares. Pero es que en realidad, no sé si esto sea sagrado…
Porque o sea, de acuerdo: Mozart un genio, un prodigio, lo que quieran. Pero al rato cansa un poco esto de la reverencia. El violín que usó de niño, vaya, eso sí que llama la atención. Pero ya la billetera de Mozart… La tabaquera de Mozart… El PELO de Mozart, mae, media docena de pelos que ni siquiera se tiene certeza absoluta de que sean de él… Pronto me voy a topar con el papel higiénico usado por Mozart. Ya ni se diga de la tienda de regalos: después del muñeco de Van Gogh con la oreja desprendible que vi en el MOMA en Nueva York, el patito de hule amarillo con atuendo de Mozart me parece EL COLMO de la idiotez en materia souvenirística… Y conservar todos esos instrumentos como reliquias, sin la posibilidad de que suenen de nuevo, que para eso precisamente fueron hechos, me parece casi un crimen.
Keine photo, me dice una mujer, cuando intento tomarle foto al clavecín en que Mozart compuso La Flauta Mágica y el Requiem. Yo, haciéndome la mensa, planeo contestarle en portugués para que vea que no entiendo ni jota (el español es sospechosamente popular), pero es muy tarde, a veces mi lengua va más rápido que mi cerebro, ya se sabe que eso en mí es legendario, y así, me sale un mal pronunciado, pero al fin y al cabo, entendible: Sorry? No photos! Me vuelve a decir. Y cuando se da la vuelta… «¿Quiere ver cómo le tomo una foto al piano donde Mozart compuso La Flauta Mágica y el Requiem?». ¡Clic!
Mae, es que tanta reverencia cansa… Al final, lo más emocionante para mí es que MILAGRO DE MILAGROS: puedo orinar GRATIS en la casa de Mozart, porque esto de cobrar por los baños se vuelve pandémico… Ya ni en un pinche McDonald’s se puede orinar con todo y ser cliente. Ah, y que encuentro una sombrilla olvidada con un mango de cabeza de pato y ¡roja! Un éxito.
De modo que la visita al Cementerio Central, en Viena, termina siendo más gratificante para mí. Visitar cadáveres es gratis y ordenadamente, han puesto a los compositores todos juntos, así que no tengo problema alguno en encontrarme con Gluck, Strauss, Beethoven, Schubert, Brahms…
De hecho, es extraño: he sabido llegar justo al sitio, en un reino de Hades enorme, sin necesidad de guía alguna… Claro, un grupo de orientales en tour ayuda siempre. Eso sí que NUNCA falla: si están buscando un sitio famoso, ultra turístico, mega reconocido, SIEMPRE habrá un tour de orientales tomando fotos. ES LEY. Y una vez más se cumple: ahí están, fotografiando lo poquísimo que puede quedar de estos maestros que se han vuelto silenciosos, porque al final eso es lo que queda: silencio. Silencio para el violín niño de Mozart. Silencio para un Beethoven prematuramente sordo. Y silencio para mi cello, allá, lejos, con todos los sueños que no se hicieron realidad… ¿Por qué a todos quienes estudiamos música nos exigen ser Mozart? ¿Para llegar a esto? ¿Para ser utilizados como fuente de dinero, aún años después de la muerte? ¿Y la música qué?
Puffff… Qué cosa estúpida… Lo juro ante la tumba de los grandes entre los grandes: la música jamás será un negocio para mí. Me niego a ser parte del efecto Mozart-marketing-dinero. En ese caso, prefiero el eterno silencio que danza en el cementerio central de Viena, gratis, libre… Tal y como yo quiero ser.