Bienvenidos a los Balcanes
Bienvenidos a los Balcanes
La primera novela que escribí (oh, sí, hay novelas mías, pero posiblemente nunca verán la luz de la publicación, hasta que muera, como Kafka) estaba inspirada en la guerra de los Balcanes. Escrita en un cuaderno Mead de 70 páginas (a mano, naturalmente, porque en esa época solo los ricos tenían compu), estaba inspirada en la foto de un soldado joven, enfrente de una tumba de otro igualmente joven, que recorté del periódico. Ya ni me acuerdo muy bien de qué iba, pero giraba en torno al sin sentido de las guerras. Para mí, dentro de miles y miles de años, cuando las futuras generaciones estudien este período de la historia, se preguntarán tres cosas: por qué había guerras, por qué la gente se moría de hambre y por qué las mujeres usaban tacones altos.
En un viaje de esos maratónicos en tren, desde Sofía hasta Skopje, pasando por Serbia (léase como 14 horas compartiendo un vagón) entablé una rápida amistad con una chica islandesa, de nombre impronunciable (de veras, era IMPRONUNCIABLE). Por fortuna, había contado con unos padres con el suficiente sentido común internacional como para ponerle un segundo nombre muchísimo más sencillo de recordar: Yr.
En fin, aparte de contar ambas con una sed insaciable por conocer el mundo, uno de los aspectos en común que encontramos es que, tanto Islandia como Costa Rica, carecen de ejército, pero a las dos nos llama poderosamente la atención visitar lugares que hayan pasado alguna vez por una guerra. Seguramente, porque a uno como ser humano le suele interesar lo diferente y muchas veces funcionamos por algún magnetismo de curiosidad opuesto, nosotras, que vivimos en países donde, a lo sumo, la única guerra que ha tenido éxito ha sido la de las galaxias, estamos medio obsesionadas por visitar sitios que se han teñido de sangre. De este modo, aparte de mis peregrinaciones por lugares emblemáticos de la Segunda Guerra Mundial, en este viaje tengo como imperativo histórico-social sumergirme en los Balcanes y conocer más de cerca estos países que solían formar parte de la extinta Yugoslavia y que, hoy día, son un saco de naciones que en los 90 nos llegaban hasta América acompañadas, invariablemente, de malas noticias.
Aunque evidentemente, por el momento, no me adelantaré a los hechos, he de recomendar desde ya, para que cualquier lector que tenga la suerte de venir por estos lados no lo deje pasar, que visitar los Balcanes es, sin duda, una experiencia que te marca la vida. O al menos, para mí, así lo fue: si ya desde antes, viniendo de un país sin ejército, las guerras me parecían la cosa más absurda del mundo, después de mi recorrido por dos meses en la zona, debo decir que luego de conocer a la gente que conocí, que es solo la punta más diminuta y minúscula del iceberg de experiencias personales que se pueden conocer, CUALQUIER argumento, por muy elaborado que sea, que intente justificar un conflicto bélico de cualquier índole, es 100%, TOTAL, ABSOLUTA, COMPLETA E ÍNTEGRAMENTE INSOSTENIBLE. Porque es en los Balcanes donde conozco a gente que es de la más cálida, amable y humana que haya tenido la fortuna de encontrarme y simplemente NO ME CABE en la cabeza cómo personas tan simpáticas, ya sean serbios, albano-kosovares, bosnios, croatas, macedonios, montenegrinos o eslovenos pudieron haberse masacrado unos a otros y aún, hoy por hoy, odiarse.
Si hay sitios donde uno debe ir a aprender de la vida y de las relaciones humanas, los Balcanes es, indiscutiblemente, uno de ellos. Comprendo que estando en Europa sean mucho más llamativos países como Francia, Italia o España. Es mucho más bonita una foto al lado de la torre Eiffel o del Coliseo que una en las calles de Sarajevo, llenas de huecos de bala, o de Belgrado, que es una de las ciudades más feas que haya visto en mi vida. Incluso, yo misma lo hice así: primero visité todas esas atracciones de postal y dejé estos países «de segunda categoría» para expediciones menos prioritarias. Sin embargo, por muy poco glamorosas que sean estas ciudades, las personas que transitan por sus avenidas heridas son, verdaderamente, biblias sobrevivientes de genocidio. Todos tienen una historia que contar. Y aunque no siempre querrán decírtela (porque al menos yo no tengo tanto instinto periodístico voraz como para andar acosando a desconocidos con preguntas), mínimo te dejarán una calidez humana tan conmovedora que te hará preguntarte cómo se han podido matar entre ellos.
No obstante esta introducción a los Balcanes, mi primer contacto con la zona es bastante insípido y fugaz: una visita relámpago a Ljubljana, capital de Eslovenia, cuyo nombre, hoy por hoy, no me he aprendido y de hecho, mientras escribo estas líneas, he tenido que googlear. Vaya, partamos desde allí: Roma, París, Londres… Todos nombres fáciles de escribir y recordar, pero Eslovenia tiene una capital de nombre complejo. Ya desde que hace uno la reserva para viajar, tiene dudas de si el destino que escribe es, efectivamente, el correcto, y no existe garantía de que uno no terminará en una dimensión medieval, de cuento de hadas, con un dragón poniendo el anhelado sello de que, por fin, se abandonan los estados Schengen.
De hecho, el casco antiguo de la capital cuenta con un puente custodiado por un cuarteto de dragones, que se yerguen inmortales sobre piedra, mostrando a los transeúntes su dentadura.
En fin, más allá de cualquier alegoría ficticia, mi paso veloz por Eslovenia obedece a que es un estado Schengen que se atraviesa en mi camino hacia Croacia, y como me parece un crimen pasarle olímpicamente por encima sin ver un carajo, decido detenerme allí al menos un día para ver qué tal.
Sin embargo, la experiencia, por andar con estas prisas, me parece incompleta. Con poco tiempo para encontrar couch, me instalo en un hostal. Según mi estilo de viaje, ya desde que me tengo que quedar en un backpackers, la vara pinta aburrida (aunque he de decir que es uno de los mejores en los que me he quedado). Aparte, por la premura del reloj, solamente me limito al recorrido básico de la ciudad vespertinamente un sábado, que termina pasado por agua y me arrincona, a las seis de la tarde, en mi habitación. No es un inicio alentador para la zona: odio esos viajes tipo Inter Rail-1-pase-30 países, que consisten en poner una pata en una ciudad, bajarse unas horas y seguir despichado para acumular todos los I was here posibles.
No conozco a nadie y no me sucede nada interesante, ni siquiera un episodio como el del baño por 50 centavos de euro en Liechstentein. Un paseo de unas pocas horas, cruzando varios de los puentes que dividen a esta, una de las capitales más pequeñas de Europa (300 mil habitantes), un cigarro en la plaza de la República, donde se anunció la independencia de Yugoslavia en 1991, un par de bodas, un desfile de autos antiguos, callejuelas encantadoras y pare de contar.
Algunos considerarán un viaje así como exitoso: un hostal bastante decente, una visita al casco antiguo de la ciudad, tomarse algunas fotos trilladas y NEXT! Pero qué va… Yo ocupo una mayor variedad de personajes, incidentes inesperados, aprender a decir «gracias» y «salud» en el país en donde estoy, perderme, enamorarme efímeramente quizás, y dejar un pedacito de mí extraviado en las calles que recorro. No me gusta la premura de beberme un país de un trago, sin catarlo, y aunque sinceramente no es Eslovenia un lugar que en algún momento haya llamado poderosamente mi atención, estoy segura que tiene muchísimo, pero muchísimo más que ofrecer que un casco antiguo de ciudad y una lluvia capaz de competir con las tropicales que me han bañado toda la vida. De modo que, si a eso le sumamos que todo sale bien, sin ningún sobresalto, ya ni se me ocurre qué más escribir sobre Eslovenia…
Así que, para no dar una primera impresión errada de los Balcanes con los pormenores de un país al que solo le conocí la puntita capitalina, dejo una de las entradas menos logradas del blog hasta aquí. Pero se pondrá mejor. Al chile.