Stonehenge: por qué deberías ir aunque te digan que no vale la pena
Stonehenge: por qué deberías ir aunque te digan que no vale la pena
Ese día descubrí que era bruta. Brutísima. Imbécilmente bruta. Estúpidamente bruta. Mentecatamente bruta. En fin, valga decir que, junto con el día en que me compré unas botas góticas de plataforma indomable por la módica suma de cien dólares, y aquel en que decidí matar con una escoba a una mosca posada en una lámpara, este día quedará escrito, definitivamente, en los anales de mis momentos intelectuales más oscuros.
Sentada junto a la ventana, desde la cual con toda claridad he visto venir hacia mí rótulos que dicen: “Southampton 5 miles”, “Welcome to Southampton” y, finalmente, “Southampton Couch Station” (o algo similar), y con todo y que la gente comienza a bajarse del bus, no logro procesar que yo también me tengo que bajar porque ahí es, evidentemente, Southampton. Por el contrario: yo no sé POR QUÉ PUTAS me quedo alelada viendo cómo la mitad de los pasajeros se baja, presa de alguna incoherente creencia de que este bus, por alguna razón, me va a dejar en un Southampton más céntrico que este, desde donde incluso zarpó, ni más ni menos, el Titanic hace cien años.
Pero, para cuando reacciono, es demasiado tarde ya: el bus ha vuelto a tomar la autopista y nos lleva, a mi imbecilidad y a mí, hacia un destino totalmente desconocido. Detrás de mí queda así un plan cuya logística me tomó la noche anterior más de una hora montarla, conectada a internet desde una de las salas comunes del hostal mochilero multitudinario donde me quedo con mi amigo Luis en Londres.
El objetivo: ir a conocer Stonehenge sin desembolsar una de esas sumas británicamente estratosféricas en el intento.
Consabidos y absurdamente elevados son los precios para turistear en Gran Bretaña y Stonehenge no escapa a ello. De hecho, en el marco de un viaje austero, como el que realizamos Luis y yo patrocinados por Francesco, y cuyo fin principal es conseguir un pinche sello en el pasaporte que nos permita quedarnos más tiempo en Italia, Stonehenge no parece tener cabida alguna. Un par de horas de carísimo bus o tren desde Londres hasta Salisbury, desde cuyo centro hay que tomar un único y monopolizado bus turístico hasta Stonehenge (o en su defecto taxi… yeah, right), todo esto multiplicado por libras esterlinas… sia tonto. Sumo, resto, multiplico, divido (y haría otras operaciones matemáticas si no las hubiera olvidado por salud mental) intentando que la expedición calce en mi presupuesto y nada. Luis, incluso, se ha cansado de verme y ha decidido perezosamente quedarse todo el día vegetando en el hostal en vez de acompañarme.
Pero yo no: en mis agendas no hay ninguna fecha que se llame “tal vez otro día”. Mi día de ir a Stonehenge es ahora. Ahora o nunca. En estas situaciones no queda más que ponerse en plan apocalíptico. Si uno empieza a rumiar que algo queda demasiado lejos, o es demasiado caro, o hay que levantarse muy temprano para llegar hasta ahí, solo con el fin de terminar consolándose con un “tal vez la próxima vez”, échele tierra a esa experiencia. Las probabilidades son de que no haya próxima vez. Así de finito. Así de aplastante. Así de real. No hay otra opción. De modo que yo sigo dando clic, brincando por los foros de Wikitravel y de Lonely Planet para encontrar alguna manera de que ir a Stonehenge sea pagable.
Finalmente, después de navegar por internet hasta quedarme mareada, lo consigo: si me levanto a las 4 a.m., me pongo algunas capas de abrigos para paliar el frío otoñal de la madrugada, agarro el primer metro del día, me bajo en Victoria Couch Station, camino unas cuantas cuadras y agarro bus hacia Southampton antes de que salga el sol, para después de dos horas bajarme ahí y tomar tren hacia Salisbury, y después agarrar ese bendito bus turístico de mierda, ya para las 11 a.m. a más tardar, tendría que estar yo contemplando a distancia de mi mano unas piedras de 3100 años A.C. en el medio de la campiña inglesa. Listo.
Pero nooooooooooo. Efectivamente: me levanto a las 4.a.m., me pongo algunas capas de abrigos para paliar el frío otoñal de la madrugada, agarro el primer metro del día, me bajo en Victoria Couch Station, camino unas cuantas cuadras y agarro bus hacia Southampton antes de que salga el sol, para después de dos horas quedarme viendo como la gran bruta a la gente bajarse del bus y yo seguir hacia un destino para mí tan misterioso como el mismísimo método de construcción de Stonehenge.
Sin poder saltar desde la ventana con el bus en movimiento, y de forma análoga a como sucedió cuando me deportaron de Albania, termino así en un pueblo del que nunca sabré el nombre, esta vez en medio de Inglaterra.
Me bajo del bus y me odio. Me acerco a la estación del tren para ver cómo carajos hago para enrumbar hacia Salisbury y me odio. Me subo en el tren y me odio. Y me odio mucho más cuando, para terminarla de rematar, el tren se queda varado y pierdo no sé cuánto rato sentada en un vagón de primera clase (al que me han pasado en un cortés intento por apaciguar mi ira ante el precioso tiempo perdido). Muy bonito y cómodo el asiento, pero las letras de First Class no me devuelven las horas que llevo tratando de llegar a Stonehenge desde Londres, que, por cierto, ya suman más de la mitad del día. Ni tampoco me regresan las 17 libras esterlinas de más que ya he gastado en tan atolondrada travesía.
Ahora que lo escribo en perspectiva, 17 libras resulta una suma ridícula, considerando que enrumbaba a ver una de las finalistas por ser una de las nuevas siete maravillas del mundo (si es que a un círculo de piedras del año 3100 A.C. se le puede llamar “nuevo”). Pero en ese momento sentía como si me hubiesen despojado de prácticamente toda seguridad económica. ¡Y por bruta! Por bruta, por no bajarme en Southampton cuando tenía que hacerlo; por bruta, por venirme a pegarme un ride para el que ya no tengo plata después de más de una semana en Londres; por bruta, por gastarme el dinero que invertiría en cenar más tarde con Aleja (una amiga ecuatoriana), con quien me tengo que ver a las 6 p.m. de vuelta en Londres, en la estación de Waterloo. Ahora voy a tener que ver Stonehenge atropelladamente y luego palmarme de hambre. Genial.
En fin, bufando mi estupidez diviso, después de dar tantos tumbos, el legendario monumento megalítico, en medio de una soleada y ventosa tarde no tan mística. Intento despojar mi mente de toda energía negativa ocasionada por mi incapacidad para sencillamente bajarme de un bus en mi parada, y desciendo con la manada de turistas hacia este observatorio astronómico, templo religioso o monumento funerario, que nadie sabe en realidad para qué se tomaron las molestias de transportar estas piedras de no sé cuántas toneladas desde no sé qué lugar remoto e imposible en Inglaterra, para no sé qué ritos arcaicos.
También, trato de desprenderme de toda crítica previa respecto de Stonehenge, que he leído en varios foros y escuchado de boca de otros trashumantes mochileros: Stonehenge, al igual que la Mona Lisa y el castillo del conde Drácula, es una decepción tan mayúscula como el tamaño de sus piedras milenarias.
Sin embargo, conforme me aproximo, me siento incluso más bruta que horas antes en Southampton. Bueno, es que esto es solo un círculo de piedras por donde en el solsticio de verano los rayos del sol caen atravesando el eje de la construcción. Y además de las piedras de toneladas, que encajan entre sí como si fuesen piezas de Lego, yo no le veo nada impresionante. No sé qué me esperaba yo, si algo del calibre de Machu Picchu o las pirámides de Egipto, una energía cósmica flotando en el ambiente capaz de hacerme entender el origen del universo, recibir la sabiduría milenaria de un druida o algo semejante, pero me alegro de que a esta vara no la hayan elegido entre las maravillas del mundo. El complejo es bastante pequeño (no toma ni una hora recorrerlo escuchando incluso todas las explicaciones de la guía de audio) y cobran una barbaridad por acceder a él, como si el transporte para llegar hasta ahí fuera una ganga del Econo.
O sea, que me he levantado a las 4.a.m., me he puesto algunas capas de abrigos para paliar el frío otoñal de la madrugada, he agarrado el primer metro del día, me he bajado en Victoria Couch Station, he caminado unas cuantas cuadras, he agarrado bus hacia Southampton antes de que saliera el sol, me he quedado dos horas viendo a la gente bajarse del bus como la gran bruta, he ido a parar a no sé qué pueblo en Inglaterra, he tomado un tren que se ha varado, he permanecido no sé ni cuánto tiempo en medio de la línea sentada en un asiento de primera clase incapaz de compensar todo mi tiempo perdido, me he gastado la plata de la comida que tenía para cenar y, en total, una barbaridad de dinero que ya no tengo, todo, todo, TODO, para ver un conjunto de piedras que no me dicen absolutamente nada, más allá de que son maravillosas porque nadie entiende para qué servían y cómo llegaron ahí. En resumen, he hecho una inversión considerable solo para asombrarme por la ignorancia humana contemporánea.
En especial porque, respecto de estos monumentos misteriosos, yo tengo algunas reservas. Apenas la gente no comprende cómo algo fue construido, llega incluso a enunciar, cáusticamente, que fue hecho por extraterrestres. Es decir, la lógica indica que mis antepasados no pudieron ser más inteligentes que yo, mi soberbia actual no me permite pensar que ellos, con las limitaciones de su época, podrían ser lo suficientemente hábiles como para trasladar esas piedras no sé por cuántos kilómetros y montarlas en medio del campo solo para que, cinco mil años después, la humanidad no entendiera la jugada y se pusieran a cobrar varias libras esterlinas para ver un círculo de piedras con la boca bobaliconamente abierta. No, eso es impensable. Y aunque hay un valor histórico intrínseco entre esas piedras (que me pongo a fotografiar desde todos los ángulos posibles a ver si algún día les encuentro el chiste), lo cierto es que, por sí mismas, no tienen mayor atracción. Me alegro sinceramente de que Stonehenge no haya quedado entre las 7 maravillas del mundo, porque más pena me daría pensar que la humanidad se asombre por un círculo de piedras, cuando existe Angkor Wat, la Alhambra o Teotihuacán, que tampoco quedaron, pero sin duda por el sesgo de haber hecho la votación a través de internet, un medio al que no tiene acceso toda la población mundial.
Decepcionada, y con una irrefutable sensación de haber sido estafada, regreso sobre mis pasos hacia Londres, donde me espera Aleja, con quien si acaso podré comer una bolsa de palomitas de maíz para la cena. Durante el camino, mientras frente a mis ojos desfilan todas esas llanuras inglesas que en sus memorias de tierra sí guardarán el secreto de por qué Stonehenge es Stonehenge, me consuelo a mí misma pensando que, después de todo, no soy tan bruta. Sí, sabía que Stonehenge posiblemente iba a decepcionarme. Sí, sabía que era caro y fuera de mi presupuesto. Y sí, sabía que se sumaría a las siete estafas más grandes del mundo, más bien.
Pero no tenía otra opción. Es decir, para mí quedarme en el hostal durmiendo no era una alternativa. En estos casos, el único camino es quitarse la idea de la cabeza, ir y comprobar por uno mismo la decepción, poder fundamentar eso desde los propios ojos y no desde los de los demás. A veces hay que ver las películas malas, leerse los libros mediocres, comer lo que dé asco. Incluso, dormir con hombres que no se aman. La vida viene con una natural corriente de decepción, pero al final, ese es el precio de la experiencia.
Así que no me arrepiento de no haberme quedado con Luis vegetando en el hostal el día entero, recargando baterías. Siempre podremos dormir. Todas las noches lo hacemos. Ni tampoco me arrepiento de las 17 libras extra que me salió el paseíto a ver las piedras de marras. Hoy no me hacen ni más rica, ni más pobre. Y menos me remuerde la conciencia por haber terminado con Aleja comiendo una simple hamburguesa a la orilla del Támesis. Siempre podremos volver a comer nosotros, que tenemos la suerte de poder hacerlo todos los días. Pero un Stonehenge, por más estafa que sea, no. Esa es la ventaja de ser bruta, pero no lo suficiente como para dejar ir las oportunidades por sueño que recuperarás esa misma noche, dinero que regresará a tu cuenta y comida que cagarás, a lo mucho, al día siguiente.
2 Comments
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Yo creo que siempre hay que ir a todo lado que sea posible. Si ya estás al otro lado del mundo o no necesariamente tan lejos vale la pena ver por uno mismo si el lugar vale la pena o es decepcionante. Lo que para uno es feo para otro puede ser maravilloso. Saludos y buen post!
Es dem cierto que uno no puede dejarse llevar por lo que digan los otros, Da Nang en Vietnam es un lugar al que muchos me dijeron que no le invirtiera tiempo habiendo tantos otros lugares, y me fascino! Asi como uno se puede llevar algun chasco (que se los lleva cualquiera que haya viajado), a veces pueden salir cosas buenas, pero sin intentar nunca nos dariamos cuenta 🙂