El síndrome del eterno viajero

El síndrome del eterno viajero

 

“El síndrome del eterno viajero es la sensación de no estar a gusto en ningún sitio porque necesitás estar en otros.  Es la ansiedad que sentís al pensar que nunca serás feliz en un solo lugar”. Ese es el diagnóstico. Entre la bipolaridad y otras locuras, por supuesto, como mi fobia a la gente con cabeza de animal o con una cabeza que, definitivamente, no es la que les corresponde.

Claro: tenía que ser una enfermedad. Una alteración. Y una alteración es algo que no es normal. No es normal querer  ser nómada cuando, desde la prehistoria, el ser humano descubrió que era muchísimo mejor quedarse en un solo lugar y, así, se llegaron a inventar la agricultura, la rueda, la escritura (mi pasión) y en fin, lo que hace al mundo ser mundo. O sea, que si lo normal fuese ser nómada y toda la gente fuera como yo, no habríamos llegado todavía ni a la Edad de los Metales o esta vara sería un apocalipsis peor que en The Walking Dead. ¡A ese nivel!  Es una enfermedad. Mi enfermedad.

Hace un tiempo, en Leipzig, Alemania, me encontré con una amiga mochilera, de esas que conocés en el camino y que se sale de tu novela como todos los personajes: sin saber si en algún momento la volverás a ver. En este caso, ella se me quedó perdida entre las páginas de Cuba y saltándose cinco años de páginas, se volvió a colar en un breve capítulo alemán. O más bien, considerando que ella es alemana, fue a la inversa: fui yo quien se coló en uno de sus capítulos alemanes cinco años después.

 

La Habana Plaza de Armas el síndrome del eterno viajero
Con mi amiga María en La Habana, hace ya algún tiempo.

 

Sentadas en una terraza cerca de la plaza del mercado, en uno de esos puestos de salchichas, que son tan alemanes como grasosos, la vi feliz. Feliz. Una felicidad que yo no conozco: la de haber encontrado el lugar donde uno se siente cómodo. Mientras ella ya no se perdía, la noche anterior yo me había perdido en Leipzig (hasta el punto de entrar en la cocina de un restaurante al abrir una puerta trasera de lo que creí que podría ser un hostal). Ya no sentía esa ansiedad, como la que se siente cuando a uno se le pierden las llaves de la casa, ya va tarde y no aparecen por ningún lado. “Ya no siento esa ansiedad”, me dijo, en aquella tarde grisácea de primavera. Había dejado la mochila. Había dejado el vicio.

La miré con esa envidia con la que suelo mirar a mucha gente. Esa envidia que siento cuando miro cómo la gente puede ser feliz por años en el mismo trabajo, yendo de vacaciones a los mismos sitios (¡hasta llegan a tener casas de playa porque se sienten cómodos de vacaciones en un mismo lugar!) y que pueden comprarse un sofá rojo como el que vi el domingo en un centro comercial y sentarse a ver una película tranquilamente, sin pensar que están sentados en $600 que podrían haberse transformado en un boleto a Ecuador. No necesitan nada más. Son felices con lo que tienen.  Y yo no lo soy.

No es envidia de la mala, aclaro. No es que me ahueve ver smileys por todas partes, menos si tomamos en cuenta que el amarillo es mi color favorito. Es la envidia de querer  emular algo que no se posee. El saber que yo no puedo ni tan siquiera parodiar ese tipo de felicidad por más de tres meses sin sufrir mis síntomas del síndrome del eterno viajero, cuando los buenos propósitos de fumar menos se comienzan a dividir entre cigarrillos nocturnos, cuando los recuerdos de los viajes comienzan a adquirir el sepia dorado de los momentos felices (aunque no necesariamente hayan sido siempre los más felices) y comienzo a ser workaholic, sumando y restando salarios, para sentir que de verdad me muevo hacia algún lado, aunque esté exactamente en el mismo lugar.

 

Mochila banderas el síndrome del eterno viajero
Mi mochila, esperando ansiosa para partir de nuevo.

 

Mi síndrome del eterno viajero es tremendo. Quizás porque, de alguna u otra forma, me hace ser más consciente de que la vida es tremendamente corta, de que la juventud lo es aun más y de que el mundo es inmensamente grande y que, precisamente por eso, no calzan, como la parábola sanagustiniana de querer meter toda el agua del mar en un hueco pequeño en la playa. Yo siento que la vida se me acaba en tres meses en el mismo sitio y, mientras agonizo, mi síndrome del eterno viajero me hace envidiar cómo perciben el tiempo los demás. Y es que su tiempo parece ir más lento que el mío. Siempre parecen estar tranquilos porque tienen algún día en que podrán ir a Angkor Wat, a un carnaval en Río, a la Antártida, y yo no dejo de pensar que ese día no fue hoy, sino que fue un día menos de juventud que fue igual que el de ayer y que será igual que el de mañana. Sus sueños siempre parecen estar garantizados para hacerse realidad, mientras yo siento que los míos no, y que por eso debo acelerar el doble, el triple, el cuádruple, el quíntuple, el séxtuple y otras palabras esdrújulas que ya no me sé, porque a mí el tiempo no me alcanza. Envidio a los demás, definitivamente: me da la sensación de que son inmortales.

Lo contradictorio es que yo sé que esto a veces es un intercambio de envidias y que hay gente que más bien envidia el estilo de vida que llevo (espero que no sea de la mala tampoco, ¿eh?). Pero he de ser sincera: aunque yo lo hago ver como la repicha e intento convencer a todo aquel que se deje escucharme que viaje, también he de advertirles: puede volverse una adicción.

Y, como todas las adicciones, tiene un círculo vicioso: cuanto más viajás, más conocés, y cuanto más conocés, más te das cuenta de todo lo que te falta por conocer, entonces más viajás y así va. Es como cuando la gente se pregunta cómo hacíamos cuando no existía el internet. Bueno, vivíamos y estábamos bien así. Yo pasé el colegio y la universidad sin Google. No me hizo falta. Pero si ahora me arrebatasen el internet y tuviese que volver a agarrar el autobús, hacer una hora de camino más o menos en una tarde de lluvia con el tránsito de la ciudad, bajarme del bus para hundirme en el charco de una alcantarilla inundada, caminar con los zapatos empapados hasta la biblioteca para abrir un cajón, buscar en orden alfabético entre cientos de tarjetas, tomar el lapicero, anotar en un papel un código, tener que buscar entre estantes y estantes un libro que coincida con ese código, agarrar un banco para subirme porque no alcanzo la repisa superior donde está el libro en cuestión, subir las gradas hasta el segundo piso, hacer la fila frente a la recepción de la bibliotecaria, darle mi carnet de estudiante, esperar a que estampen un sello para que ella me dé el libro y luego volver a salir, volver a abrir el paraguas, cruzar la calle, dejar que un carro me moje al pasar a velocidad supersónica encima de lo que fue un charco de una alcantarilla inundada y que ahora es laguna, para subirme de nuevo al bus, hacer una hora de camino más o menos en una tarde de lluvia con el tránsito de la ciudad y luego tener que tragarme una gripe de una semana nada más para consultar qué pensaba Lacan acerca del significante, cuando ahora puedo hacer eso en menos de tres segundos desde la comodidad de mi cama… ¡Me ahuevás!  Así pasa cuando viajás: descubrís que el mundo es tan amplio que ya no podés renunciar a todo aquello que no conocías. Ya no podés ser feliz sin Google.

 

partenón acrópolisis andrea aguilar-calderón el síndrome del eterno viajero
En el Partenón. Atenas, Grecia.

 

Para peores, es una adicción que, ante los ojos de nuestra sociedad, está bien para la Elizabeth Gilbert de Comer.Rezar.Amar, para el Sal Paradise y para el Dean Moriarty de On the road, y hasta para el pobre Alex Supertramp que se muere de hambre en Into the wild, pero no para vos. No para la vida “real”. La vida “real” no se permite esos romanticismos más allá de los 30 sin que sintás que, como te faltan esos dos pilares en que se basa nuestra sociedad, un trabajo de 8-5  y una familia, es por eso que tu vida anda renca y da tumbos de aquí para allá.

Porque los eternos viajeros no somos normales. No somos sedentarios y, por lo tanto, damos la impresión de ser incapaces de aportarle algo útil a la sociedad porque difícilmente nos quedaremos hasta el final del curso lectivo (¿tenés idea de lo que podés viajar en 9 meses?) o difícilmente nos quedaremos hasta ponerle el último ladrillo al edificio (¿tenés idea de lo que lleva construir un edificio y cuánto podrías viajar mientras tanto?). No parecemos ser de fiar ni siquiera para entregarnos el amor de otro ser humano, como un hijo o una pareja, aunque los deseemos con tantas ganas como cualquier persona con un empleo de 8 a 5. Porque somos “inestables”. “Inmaduros”. “Irresponsables”.

 

Cataratas Victoria frontera entre Zambia y Zimbabwe Andrea Aguilar-Calderón el síndrome del eterno viajero
Victoria Falls, en la frontera entre Zambia y Zimbabwe.

 

Por eso es que creo que, como en el círculo vicioso de todos los vicios, siempre me termino marchando. Prueben nadar tres meses contra una corriente en la que todos los días las aguas te ahogan con fotos de bodas y de hijos preciosos, con turbulencias que dicen que sos una persona malcriada que no sabe lo que quiere y que intentan sumergirte en el remolino de una hipoteca, y díganme si no prefieren cambiar de río y dejarse llevar hacia donde uno siente que debe ir.

Y así, termino agarrando la mochila y, cuando entro a un hostal, siento que, por una vez, soy normal. Es como en el video de No rain de Blind Melon, cuando la abeja encuentra el jardín con otras abejas iguales a ella. Por una vez está bien no comportarse como lo han hecho los seres humanos desde que el neolítico. De un momento a otro, ya no sos la loca que dejó su trabajo en un call center un lunes por la tarde y se fue con todos sus ahorros a Perú con un austriaco que se lo propuso por Facebook. No es extraño que nunca hayás durado lo suficiente en un trabajo como para poder decir: “Ah, sí, es que en la fiesta de Navidad del año pasado…”. Ya da igual que hayás ido un domingo a un centro comercial y hayás visto ese puto sofá rojo y te hayás dado cuenta de que nunca te lo vas a comprar. La inseguridad económica y la soledad dejan de ser un problema y se convierten en un desafío, que combatís y vencés todos los días, de manera que, cada día, terminás siendo más fuerte. Esa vida renca, con la que das tumbos, te termina llevando más allá del horizonte. Y, entonces, sentirás que estás en el lugar en que tenés que estar. Aunque a los tres días querrás moverte de nuevo.

Por eso, te lo advierto. Esta vara es más difícil de dejar que el cigarrillo. De hecho, hace poco vi que mi amiga alemana subió nuevas fotos de un San Francisco muy lejano del Leipzig donde, una tarde gris de primavera, comimos contradictoriamente una ensalada en un puesto de salchichas. Si viajás, corrés el riesgo de moverte, pero también de quedarte estancado en un eterno estado de insatisfacción. Si viajás, podés llegar a padecer el síndrome del eterno viajero y sentir más que nunca tu pequeñez ante la inmensidad del mundo y de lo que no conocés. Pensalo. Pensalo dos veces antes de morder la manzana, porque podés quedarte sin ese paraíso que conocías y en el que habías sido tan feliz hasta que apareció Google.

 

Perú Huacachina desierto el síndrome del eterno viajero Andrea Aguilar-Calderón
En Perú, después de haber renunciado impulsivamente a un call center un lunes por la tarde.

 

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