Que lo bueno haga ruido (versión vietnamita)

Que lo bueno haga ruido (versión vietnamita)

 

“Si yo hubiera descubierto a ese mae en mi balcón, seguro le tiro un zapato, me encierro en mi casa y llamo a la policía”, reacciona una de mis mejores amigas por Skype, mientras me encuentro (en el balcón de marras dicho sea de paso) hablando con ella acerca del día en que salí a la terraza de mi casa y me encontré con un mae que no conocía en medio de mi balcón.

En ese momento, tuve una epifanía: es rajado cómo a mí se me ha desactivo el chip de la desconfianza que muchos llevamos adentro, espantados por experiencias personales, páginas de sucesos escritas con tinta roja y leyendas urbanas en que el mundo se divide entre malos y buenos, y los malos, por default, son mayoría.

Sin embargo, cuando me preguntan qué es lo que he aprendido más en todos mis viajes es que, en el mundo, hay gente más buena que mala (para ponerlo en términos maniqueístas y que todos me entiendan). Y no me cansaré de repetirlo hasta el cansancio: al chile que es así.

Por lo tanto, en la entrega de Que lo bueno haga ruido versión Vietnam, he aquí tres historias que prueban mi punto y me regresan la fe en la humanidad. Espero que, en ustedes, tenga también el mismo efecto.

 

Mae, hay una fiesta en mi cochera…

 

Lunes en la mañana. Murmullos lejanos. Murmullos lejanos que se vuelven más cercanos. Y más cercanos. Y más cercanos hasta que dejan de ser murmullos y me despiertan.

“Mae, pero al chile… ¿Por qué hoy están tan escandalosos mis vecinos?”, me pregunto levantándome en estado zombie-desvelado-a-las-once-de-la-mañana (trabajo para una agencia que labora de día cuando en Vietnam es de noche, por lo que si me voy a dormir a las tres de la mañana lo considero ridículamente temprano).

En fin, por eso, para mí que me despierten a las 11 a.m. es un crimen. ¿Qué no ven que mi cuerpo está aquí, pero mi mente trabajadora vive a 13 husos horarios de distancia?

Enchichada, despeinada, desvelada, amargada y otros muchos “adas” tan felizmente positivos, me dirijo a la puerta principal y la abro para sacar mi cabeza confundida a ver qué putas están haciendo a esas horas, para mí inhumanas, de la madrugada.

Hello! Hello! Hello! Hello! Hello!

WTF???????? Me limpio las legañas de los ojos (¡qué glamour!) a ver si lo que estoy viendo es cierto. Y lo es: en mi cochera hay por lo menos 50 vietnamitas, sentados todos a mesas redondas, en banquitos, almorzando gozosamente. Y, en la calle justo enfrente de mi casa, hay por lo menos otros 50, cubiertos por un toldo que hay colgado de los postes de luz. Hay comida servida en impecables mesas (y por comida entiéndase: arroz, pollo, ensalada, los súper vietnamitas spring rolls, verduras al vapor y un largo etcétera que no distingo).

Mae: ¡hay una fiesta en mi cochera!

¿Cómo es eso posible? He aquí la alineación de sucesos que debe presentarse para que ustedes terminen teniendo una fiesta con 100 vietnamitas en su cochera un lunes cualquiera: 1) Múdese a Vietnam, donde la gente no parece tener mucho sentido de la propiedad privada (diay, es un país comunista, ¿qué esperaban?) y donde la gente acostumbra celebrar fiestas en media calle. 2) Duerma con el portón de su casa abierto (porque es ridículamente enano y no vale la pena pasarle candado cuando hasta un niño se lo puede brincar). 3) Espere a un día de lluvia y a que llueva bastante hasta que el toldo que han colocado de emergencia tenga huecos, para que los invitados a la fiesta tengan que refugiarse en la cochera más próxima: la suya.

¡Y listo! Así se ganará usted un brunch generoso y gratuito (porque obvio, me tuve que sentar en pijamas a almorzar con ellos) y una historia para contar.

 

Fiesta Hoi An Vietnam
La fiesta en mi cochera. Para rematar, ese día era el cumpleaños de mi novio, de manera que quedé a la altura cuando el mae, más sorprendido y adormilado que yo, salió también a la cochera y le dije: “¡Felicidades, mi amor! ¿Viste qué éxito la fiesta sorpresa que te organicé con los vecinos?” Hoi An, Vietnam.

 

Y cuando desperté la bici todavía estaba ahí

 

Año nuevo vietnamita. El mono (porque aquí los años se cuentan más con animales que con números) entrará, a medianoche, en este lado del mundo.

Como no todos los días celebro mi primer año nuevo vietnamita, comienzo a pedalear los 5 o 6 kilómetros que me separan del centro de Hoi An, la ciudad en que vivo, para unirme al festejo… con 17353 personas más.

Al llegar, evidentemente, noto que no solo a mí se me ha ocurrido venir a recibir un año primate: el chante está lleno a reventar. Apenas y encuentro espacio para dejar estacionada mi bicicleta entre un pichazo de bicis y motos (porque, por si no lo sabían, este país se mueve sobre dos ruedas).

Un “cuidabicis”, que es un mae que, como su nombre lo indica, se dedica a pastorear las bicicletas, viene corriendo, me da un tiquete y escribe con tiza un número en el asiento de mi bici. Yo intento ponerle el candado, pero él insiste e insiste e insiste en que no hace falta, que él cuidará de mi bicicleta contra viento, marea y quienquiera terminar el año pecando para comenzar borrón y cuenta nueva luego de la medianoche. Go and enjoy the party!, me da a entender, mientras me hace una seña para que me aleje. Y, aunque mi chip de desconfianza aún medio funciona, me alejo y me dispongo a disfrutar de la llegada del célebre y neonato simio.

Y al chile que la disfruto… Porque me quedo hasta casi que cierran el último bar y, cuando vuelvo, no veo la bici por ningún lado. Y al cuidabicis, menos. De hecho, ni me acuerdo de la cara del mae, porque sigo en esa fase en que todos los vietnamitas me parecen iguales.

“Me cago en todo”, me desespero, mientras busco y busco por la calle. Me regalé a mí misma esa bici para mi cumple. La primera que he tenido desde que tenía 10 años y que representa mi propósito de quedarme en un lugar que llame casa. “Qué puta pesadilla…Quisiera despertarme en mi cama, ya acostada, sin tener ahora que trolearme 5 o 6 kilómetros…”.

Hasta que, al fin, abro los ojos y la veo. Mi bici. Junto a un árbol. En medio de la oscuridad. Sana y salva. Solitaria… O no tan solitaria: el mae se la ha llevado bajo un árbol, donde él se pueda recostar más cómodamente mientras yo regreso, porque es la última y pobrecito, ¡está cansado!

Le pago 50 centavos de dólar (sí, eso me cobró) y regreso pedaleando sola, por un camino desolado, a las 2 de la madrugada. Mientras tanto, no dejo de pensar en lo honrada que es la gente: esa misma noche, ese mae pudo haberse ganado $70 si se llevaba mi bici nueva. Quizás más de lo que se ganó cuidando todas y cada una de las bicicletas y motos en aquella noche en que se celebraba la llegada del mono.

 

Tam Coc Vietnam Bicicletas
Típica escena vietnamita: las bicis, con objetos personales, a un lado del camino mientras la gente se va a trabajar el campo, lejos y confiadamente. Tam Coc, Vietnam.

 

El misterio resuelto del duende

 

-¡Mi amor! ¡Qué lindo! ¡Muchas gracias por limpiar el balcón! ¡Quedó divino! You are the best! –entro a la oficina de mi novio y lo abrazo, eufórica, feliz de contar con un amo de casa quien, estereotipos arcaicos de lado, ha decidido hoy limpiar la terraza.

-Mae, yo no limpié ese balcón –me responde en esta traducción al tico patrocinada por mí, porque es de Estados Unidos este angloparlante sujeto.

-¿Al chile? ¡Yo tampoco! –contraataco estupefacta -. Te dije: aquí hay duendes. Vivimos a la pura par del río y mi abuela decía que por el río siempre andan duendes. ¿Te das cuenta?

Yo y mi teoría de los duendes… ¡Mae, pero tengo pruebas! No en esta historia, obviamente, porque no es esta una historia para restaurar la fe en los duendes, sino en la humanidad.

En fin, el fenómeno se repetirá un par de veces más, hasta que un día, estando sola en mi casa, decido salir a la terraza a fumarme un cigarro luego de bañarme. Para que se den una idea, mi terraza consiste en un balcón que da justo a un río, de manera tal que, si estuviera más limpiecito, yo podría saltar de la baranda y darme un chapuzón. Por lo tanto, es bastante privada y no hay manera de que nadie pueda verme a menos de que se acerque muchísimo con su bote de remos.

De modo que, confiadísima, salgo con la jupa envuelta en un paño, a medio vestir (y porque Dios es muy grande, en el último momento tuve una revelación de ponerme unos shorts y no salir en calzones) a fumarme mi cigarro cuando me encuentro a un hombre que jamás he visto en mi vida en medio de mi balcón.

En tiempos pretéritos (o quizás en otro país, lo admito) mi impulso hubiera sido cagarme del miedo, dar media vuelta y salir corriendo hacia la puerta principal, considerando que mi novio no está, que yo estoy media chinga y que hay un mae en mi casa.

Pero se los digo con el corazón en la mano, en esta mano que escribe: no me asusté ni un poquito.

Hello! –me dice el vietnamita (tal parece que aquí todas las invasiones a la propiedad privada comienzan con un diplomático y amistoso Hello!). Y, con una sonrisa tímida, sigue limpiando mi balcón.

Me da tanta vergüenza que, con el cigarro en la boca, me pongo yo también a barrer, a regar las plantas y a sacudir la mesa, hasta que, unos diez minutos después, terminamos la faena entre los dos.

Thank you! I am sorry! –me dice, mientras se sube a la baranda, aunque no entiendo por qué me agradece ni, mucho menos, por qué se disculpa. Y luego, brinca de nuevo por la tapia del vecino y desaparece en la luz vespertina vietnamita.

Nunca he sabido muy bien por qué lo hace. Habla inglés limitado y yo cero vietnamita, así que al chile que para mí sigue siendo un misterio. Ha de tener mucho tiempo libre. O, quizás, ha de tener vocación de conserje. El caso es que cada vez que abro la puerta de mi balcón y lo encuentro limpio y ordenado, ya sé que no es obra de un duende. Es obra, simple y maravillosamente, de un ser humano.

 

Balcón atardecer Hoi An Vietnam
El balcón de mi casa, limpio… aunque no por mí. 😉 Hoi An, Vietnam.

 

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