Qué fea es la palabra “indocumentado”

Qué fea es la palabra “indocumentado”

 

-¡Muchacha, muchacha! Se le olvida su bolsa con vómito.

La frase es tan, pero tan extraña, que termino por tragármela con empatía por la desgracia ajena y en su lugar queda solo el silencio, que ha sido y será, por siempre, lo único que se escuche en esta escena inaudita. Porque silencio es todo lo que ha habido, como si yo, desde el asiento del autobús, estuviera mirando una película muda.

La pobre chica, sin lugar a dudas, ha tenido el que podría considerarse el peor viaje de su vida: con un niño de meses en brazos, ha pasado vomitando todo lo que curvas y curvas de cuatro horas de camino han podido sacarle a sus entrañas. Y así, a falta de un baño incorporado en el autobús, ha colgado una bolsa armoniosamente de color amarillo con todo el vómito que ha acumulado en tantas horas de sufrimiento locomotivo en un gancho, convenientemente colocado en la parte trasera del asiento.

En todo caso, aparte de mí, que viajo al otro lado del pasillo, nadie más se ha dado cuenta: ha vomitado en silencio porque, como he dicho anteriormente, esta es una película muda en la que nadie dice nada; ni siquiera es posible escuchar el típico sonido onomatopéyico de cuando se vomita.

A su lado, se encuentra el que asumo será su marido, porque ni ella me ha hablado, ni yo tampoco he conversado con ella en todo el viaje (silencio, siempre silencio) con la urgencia que tengo por llegar a Cameron Highlands, una región encaramada en una de las partes altas de Malasia y decorada por verdes plantaciones de té. Así que, en realidad, desconozco incluso los lazos que unen a este par de seres humanos que, como yo, van hacia su destino también con una hora de retraso: en el camino, nos hemos topado con un derrumbe y un carro atrapado en el lodo, el cual ha tenido que ser remolcado por al menos una treintena de hombres, antes de que, en la presa, a la montaña se le ocurriera adelgazar más y lanzarnos a todos a la muerte con otra avalancha de lodo remojado en esta lluvia que no parece dispuesta a detenerse jamás.

 

Plantaciones té Cameron Highlands Malasia Andrea Aguilar-Calderón
Yo, entre las plantaciones de té de Cameron Highlands, Malasia. ¿Ven por qué tenía tanta prisa por llegar?

 

Un retraso extra, sin embargo, todavía nos espera: justo antes de llegar al pueblo, dos policías detienen el autobús en un retén y, de adelante hacia atrás, comienzan a pedir los documentos de todos los pasajeros. En silencio. Porque esta es una película muda en la que nadie dice nada. No lo olviden.

Con fastidio (porque a mí me encanta explicar dónde queda Costa Rica por estas latitudes tan lejanas) saco mi pasaporte y espero a que lleguen hasta mi asiento. Típico: por lo general, soy yo siempre la que atrasa a todo el mundo en los buses, porque a menos que sean fanáticos del fútbol y hayan seguido la última copa mundial muy de cerca, mi país no es conocido por nadie en estos rumbos asiáticos.

Pero, por una ocasión, no seré yo la que atrase el viaje. Lo hará esta pareja de casi niños que, a su vez, cuidan de otro que ni siquiera ha llorado durante toda la jornada, como si también supiera que en esta cinta el silencio es la norma.

Los policías (que asumo que son diestros, porque miran naturalmente primero a la derecha, donde se encuentra sentada la pareja) se quedan en silencio esperando a que el mae saque sus documentos. A mí me ignoran; supongo que ha de ser porque me veo muy turista o porque me he sentado a la izquierda del pasillo y, así, paso a ser una espectadora muda y no una protagonista.

A mi lado, mientras tanto, se sigue desarrollando la escena, siempre en silencio. Únicamente silencio, porque el mae tan solo baja su mirada, perdida en el piso del autobús, como si esperase que la tierra que antes se ha abierto tan fácilmente para dejar caer kilos de lodo se abra también y nos trague a todos, para salvarlo de lo que está por venírsele encima.

Porque no tiene papeles. Es un indocumentado.

In-do-cu-men-ta-do. Qué fea palabra es esa: in-do-cu-men-ta-do. Nunca me ha gustado.

 

 

Are you ok with this? –me pregunta.

Sí, claro que estoy bien con esto… Más allá de preguntarme a mí misma cómo terminé en Malasia, frente a un restaurante que a todas luces parece abandonado, abrazada a una bolsa de diez kilos de arroz.

¿Qué hice para acabar en esta situación? Ah, sí: un día decidí que era hora de montarme por primera vez en camello y recorrer un desierto en India y, en el camino, terminé conversando con otro mochilero subido también en otro camello. Un año después, otro día, decidí que era hora de ir a sudeste asiático y terminé siguiendo al mismo mochilero por media Malasia, por algo que no sé si es amor, pero que se le parece. Y, como este mochilero también es fotoperiodista y yo soy periodista, estamos ahora frente a un restaurante abandonado, tocando la cortina de metal acompañados de un sacerdote, que nos ha conducido hasta aquí para visitar un escondite para refugiados birmanos.

Refugiado. Re-fu-gia-do. La palabra tampoco me gusta, pero al menos suena un poquito mejor que in-do-cu-men-ta-do.

En fin, llamamos a la cortina de metal, pero nadie abre. Y es que esta es una escena casi tan absurda como la frase aquella de ¡Muchacha, muchacha! Se le olvida su bolsa con vómito. Aquí no parece que haya habido nadie en mucho tiempo.

Es hasta que el sacerdote llama por teléfono que, por fin, se levanta medio metro de la cortina para que pasemos (incluyéndome a mí con mi bolsa de arroz), hacia un micro cosmos al cual nunca creí que iría a parar.

Es aquí donde, en una habitación que no es más que una bodega enana con un único baño, se agolpan 25 seres humanos, incluyendo un bebé de meses, como aquel que ni siquiera lloró en aquella película muda dos días atrás.

Han venido desde Myanmar a Malasia. Así como los mexicanos han ido desde México a Estados Unidos, y así como los ghaneses han ido a España desde Ghana, y así como los nicaragüenses han ido desde Nicaragua a Costa Rica, y así como la gente se ha movido de lugar en lugar en busca de una vida mejor desde que el mundo es mundo y se ha poblado hasta ser lo que es hoy: un planeta con fronteras, unas líneas invisibles que la gente dice que existen. Yo, al menos, nunca las he visto.

Pero, quienes afirman que son reales, comprenderán entonces cómo es que aquí han encallado estas 25 personas. Porque no se pueden mover más, a pesar de que han cruzado Tailandia a pie o embutidos en carros donde se han metido hasta 15 para llegar hasta acá sin ser descubiertos (al parecer, cuando uno se vuelve in-do-cu-men-ta-do automáticamente adquiere también la cualidad de compactarse y hacinarse). Afuera, el gobierno de Malasia no los quiere porque son inmigrantes ilegales y, aparentemente, son los culpables de que con las lluvias haya tantos derrumbes en esta zona de Cameron Highlands, donde han iniciado deforestación y cultivos descontrolados, en medio de las plantaciones de té, tan hermosas, tan características y tan legales de la zona. O al menos, eso es lo que dicen. A mí, francamente, no me lo parece: se ven tan inocentes como todos aquellos que trabajan para un capataz quien es el que toma las decisiones por ellos y que, con toda seguridad, no se encuentra en esta habitación.

Su único documento es una tarjeta de la ONU que los acredita como re-fu-gia-dos, pero esa palabra no existe en el diccionario jurídico malayo y es así como han terminado en un limbo migratorio y en esta bodega que alguna vez fue un restaurante.

Es 1 de diciembre y aquí se celebra el sweet December, que consiste en repartir dulces a diestra y siniestra, como si con sólo el paladar pudieran endulzarse los malos tragos que la vida receta el resto del año. Así que, aparte del saco de arroz, el sacerdote me da una bolsa de confites, los cuales comienzo a repartir ante rostros que, para mí, no son de birmanos, ni de indocumentados, ni de refugiados. Son de seres humanos.

Hay uno que me llama la atención. Es el de una mujer, la madre del bebé que apenas y ocupa espacio entre las dos docenas de personas que se hacinan en este universo paralelo. Está surcado por docenas y docenas de líneas verdes tatuadas, muy finas. Pienso que ha de ser una tradición de Mynamar, país que, en el momento que nos ocupa, yo no he visitado todavía. En un par de meses, cuando vaya, me daré cuenta de que el maquillaje por allá se conoce como thanaka y consiste en una especie de tiza, que se borra por sí misma al final del día. Hoy, sin embargo, aprenderé por qué esta mujer no utiliza thanaka, sino que tiene en su rostro una marca de por vida, cuando él (a quien sigo por media Malasia, por algo que no sé si es amor, pero que se le parece), me traduzca lo que ha conversado brevemente con ella: durante los conflictos bélicos en Myanmar, para que a las mujeres no se las lleven o las violen, muchas han optado por tatuarse la cara para no verse atractivas.

 

Refugiados birmanos Cameron Highlands Malasia
Un rostro para nunca olvidar. Cameron Highlands, Malasia.

 

Al saberlo, me siento tan estúpida diciendo “sweet December” como me sentiría diciendo: “¡Muchacha, muchacha! Se le olvida su bolsa con vómito”. ¿Acaso resuelvo yo algo dándole un dulce a una mujer que tiene un bebé en brazos y la marca de la guerra en su cara?

Tal vez sea mejor el silencio. El silencio que queda cuando nos marchamos y la cortina de hierro se cierra detrás de nosotros. Silencio para que no los encuentren. Silencio para que no se rompa la legal monotonía de un país que insiste en ser exclusivamente Malasia para los malayos, como todos los demás países insisten en ser exclusivos para sus propios pueblos.

Ex-clu-si-vo. Otra palabra fea. Qué de palabras feas tiene el diccionario, ciertamente.

 

 

Nos sentamos a tomar white coffee (un café delicioso con leche condensada, que se convierte en mi vicio cafeínico durante mi estadía en Malasia) siempre del mismo lado de la calle en Cameron Highlands. Del lado de los comercios indios y chinos. El otro, que tiene mejores condiciones tributarias y comerciales, está reservado única y ex-clu-si-va-men-te para comercios malayos/musulmanes.

Malasia es un país de contradicciones, como todos, porque no hay nada más humano que la contradicción. No le piden visa a prácticamente nadie, lo cual es una bendición para mí, que paso visitando embajadas cada vez que quiero moverme de un país a otro en el sudeste asiático. Pero, al parecer, una vez que formás parte de su sociedad, formás parte de su discriminación. A pesar de tener una frondosa población de origen chino e indio, si no sos musulmán, entonces no sos malayo. Y entonces no tenés el mismo acceso a préstamos, a becas, a ayuda estatal y, como sucede aquí en Cameron Highlands, ni siquiera al mejor lado de la calle. Entonces, al menos, hay que convertirse al islamismo. Así parece funcionar la dinámica en un país tan musulmán como para tener una luna y una estrella en su bandera.

Tampoco, obviamente, si sos birmano tenés acceso a nada, excepto a un escondite tan creativo como lo este restaurante abandonado que he visitado con él, a quien sigo por media Malasia, por algo que no sé si es amor, pero que se le parece.

 

Refugiados birmanos Cameron Highlands Malasia
¿Dónde queda Costa Rica? Y estos niños refugiados de Myanmar se pusieron a buscar en el mapa. No los culpo: yo hasta hace poco tampoco sabía dónde quedaba Myanmar. Cameron Highlands, Malasia.

 

Es extraño. ¿En qué momento el buscar mejores oportunidades de vida se convirtió en un motivo para ir a la cárcel? ¿En qué instante en la historia de la humanidad las cosas fueron tan mal que trabajar honradamente, con el sudor de la frente como se manda desde el génesis (y no me refiero al génesis bíblico, sino al génesis del mismo ser humano) se transformó en un crimen? ¿Por qué putas yo me la tengo que pasar pidiendo visas? ¿Por qué mierdas una calle divide los comercios entre quienes sí se merecen un trato mejor y quienes no?

Y, sobre todo, ¿por qué carajos existen esas palabras: in-do-cu-men-ta-dos, re-fu-gia-dos, ex-clu-si-vo?

 

 

Silencio. Silencio mientras él continúa mirando al piso del autobús que, como piso que es, tampoco tiene nada qué decir.

Los policías siguen a su lado, esperando unos documentos que no existen. No existen porque es indocumentado y, aunque en otra parte del mundo ser birmano no es un crimen, aquí sí lo es, al menos si no se tiene en el pasaporte un sello, tinta estampada en una forma específica, como yo sí lo tengo, aunque a mí nadie me pregunta nada. Es decir que, por un poco de tinta, este mae está a punto de ir a la cárcel.

Y así, lo que sigue en la escena es el policía tomándolo del brazo. Él se resiste. No hace falta que hable, simplemente hace un movimiento brusco para soltarse. Brusco, pero inútil. Inútil porque no hay manera de que pueda correr hasta la puerta del autobús y perderse entre territorios que otros han marcado como ajenos, no hay forma de que pueda, tan siquiera, escapar hasta llamar a la cortina de metal en ese restaurante perdido en Cameron Highlands para no ver la luz del día en un cielo que dicen que no le pertenece.

Para asegurarse de que así sea, el otro policía se le pone enfrente, como un absurdo emparedado humano y de tan matemática forma, los tres (o dos contra uno) terminan por abandonar el autobús. En silencio. Nadie dice nada. Ni siquiera la muchacha, que se queda viendo cómo su marido desaparece de la escena en esta película muda.

Tan solo se baja diez minutos después, en la siguiente parada, con el niño en brazos y la angustia que traerá por dentro y para la cual las palabras se quedarán muy cortas, al encontrarse sola en un país que no es el suyo, sin la menor idea de a dónde habrá ido a dar su esposo. Y, en la prisa, se le olvida la bolsa con el vómito.

Por lo cual romper tan homogéneo y absoluto silencio con una frase tan absurda como: “¡Muchacha, muchacha! Se le olvida su bolsa con vómito” me parece una estupidez, como mínimo. Así que yo también me quedo en silencio, como en silencio estamos todos en esta película muda.

Quizás ese sea el problema. Que nunca nadie dice nada. Absolutamente nada. Da asco. Mucho más asco que una bolsa de vómito olvidada en un autobús.

 

Refugiados birmanos
Atrapados en el estrecho entre dos países que nos los quieren. Esa es la realidad de los refugiados.

 

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