Vilnius, Lituania: donde nunca había pensado ir…

Vilnius, Lituania: donde nunca había pensado ir…

 

Admito mi ignorancia: de los países bálticos yo no tenía ni la más remota idea. A lo sumo, había conocido a un lituano en mi época de Mozambique y tenía un vago conocimiento de que habían pertenecido a la Unión Soviética, pero hasta ahí: se acabó la historia. Nunca se me había pasado por la cabeza visitarlos, ni sabía dónde estaban exactamente ni en qué orden, no me sabía los nombres de las capitales y, para cuando abandono Varsovia, no tengo ni la menor idea de qué se puede visitar ahí, pero apenas descubro que están en camino hacia Finlandia y son parte de los estados Schengen, no lo pienso dos veces: es momento de ir a lugares en los que en mi vida había pensado poner mi pie típicamente acolchonado por una Converse número 36. Random, aleatorio, dadaísta: si alguien me hubiese dicho hace un año que iría a Vilnius, capital de Lituania, hubiera clamado por un mapa al menos para ver dónde putas es que voy a ir a dar en algún momento de mi vida.

Pero cerca de allí abro los ojos, después de acaparar el asiento trasero de un bus nocturno de Eurolines que me ha llevado desde Varsovia a esta capital de la que ni siquiera he visto una pinche foto en mis tres décadas de existencia. Aunque solo destinaré una noche a este país (lamentablemente mi tiempo en los estados Schengen se agota más rápido de lo que yo quisiera), patento sacarle el máximo provecho, sobre todo porque he leído que cuenta con una de las capitales bálticas donde se pueden apreciar más los vestigios de la era comunista.

No es paja: la primera sensación que tengo cuando me aproximo a la ciudad, es “mae, qué tan lejos estoy de mi choza, sia tonto”, porque hay varios rótulos que señalan el camino hacia Minsk (capital de Bielorusia). Me acuerdo de un episodio de Friends, donde un novio de Phoebe se va a vivir allí y aquello suena como si se hubiera mudado a Júpiter… Y tal parece que yo estoy cerquísima de Júpiter entonces, porque de veras que me siento tan, pero tan lejos de todo lo que hasta ahora me es conocido… Y creo que no exagero, cuando nombres como “Svetlana” o “Irina” comienzan a hacerse comunes y el ruso se vuelve el segundo idioma por aprender desde la escuela.

La impresión, por supuesto, se ve reforzada cuando llego a la estación de bus y aquello es feo, cuadrado y monocromático. Ya en Polonia y Hungría había visto estos esperpentos arquitectónicos comunistas, pero ninguna de las ciudades que he visitado en estos países, hasta el momento, me ha parecido espantosa. Y esta es la primera que comienza a entrar en el radio de horripibilidad comunista. Más adelante, ciudades grises y francamente horribles, como Belgrado, Sofía o Bucarest, me seguirán reforzando la idea que hoy ha encallado, creo que de forma permanente, en mi opinión: la belleza arquitectónica no parece ser una prioridad para el proletariado.

En fin, como no me voy a dejar apantallar por una estación de bus tétrica, decido darle una oportunidad a Vilnius. Es un día gris, yo vengo de pasar toda la noche en un bus, apenas y ha amanecido; seguro que más tarde, ya bien dormida, aquello no me parece tan lúgubremente estalinista. Por suerte, he encontrado un hostal a una escasa cuadra de la estación y hacia allá enrumbo, feliz de poder dormir aunque sea hasta las 10 a.m. Ha de ser porque estoy prácticamente muerta del cansancio que el cuarto no me parece feo en absoluto, y esto lo menciono porque la foto fue la más comentada de mi álbum lituano en Facebook: sí, parece morgue y se ve medio claustrofóbico, pero hasta ahora ha sido el hostal más práctico, tiene uno su luz dentro de su cubículo, sus tomacorrientes, nadie te ve y vos tampoco ves a nadie, una privacidad única que uno de veras aprecia cuando se comparte el cuarto con doce personas más. Al menos, a mí me encantó, de veras. Punto para Vilnius.

 

Camas hostal Vilnius
El hostal/morgue en Vilnius. Mi cama (o bóveda mortuoria) es la desordenada, obviamente.

 

Luego de dormir mis horas de rigor (es conocido que no disfruto de NADA si ando mal dormida) me dirijo, siempre en compañía de la Cow, hacia el casco antiguo de la ciudad, donde mi opinión respecto de Vilnius mejora. Es cierto: no llegará a ser de mis lugares favoritos y, en comparación con Riga en Letonia, y Tallin en Estonia, no tiene uno nada qué ir a hacer ahí, pero se defiende al fin y al cabo. Conforme camino por sus plazas y sus avenidas, mi impresión positiva va in crescendo, sobre todo porque al final de la calle principal de la parte vieja de la ciudad, hay una enorme catedral, cuyo valor no descansa tanto en su arquitectura bastante plana, si no en el hecho de que, desde ahí, se inició una cadena humana de más de dos millones de personas hasta Estonia en contra del régimen soviético. Impresionante.

 

Casco antiguo Vilnius Andrea Aguilar-Calderón
En el casco antiguo de Vilnius

 

Sin embargo, el punto culminante de la capital lituana, al menos para mí, es el Museo de la KGB que se ubica, lógicamente, en los antiguos cuarteles de la organización. El edificio, de proporciones tan abrumadoras como la historia que alberga, también funcionó como la central nazi durante la ocupación alemana. Me estoy dando cuenta de que esa suele ser la tónica de los países detrás de la cortina de hierro: lo que usaron los nazis, lo usaron también los soviéticos. Cualquier semejanza con la vida real es pura coincidencia.

Como niña de los 80, escuché muchísimos mitos de los rusos, “los malos” siempre de la película: el boxeador que debía vencer Rocky, los enemigos de Rambo (vaya, seguro que a Sylvestre Stallone fijo no le dan la visa para Rusia después de eso) y la malvada y ruda Coronela Ninotshka en las damas de la lucha libre de Glow, programa que no sé cómo nos dejaban ver en la infancia a mis compañeras de la escuela y a mí, dado que llegábamos a los recreos a hacer lo mismo que las luchadoras y eso nos costó varios llantos y, en mi caso, una nariz casi rota. En fin, la coronela Ninotshka, por cierto, supuestamente pertenecía a la KGB y teníamos una niña en mi clase rubia, a quien le cortaron el pelo por los piojos y se le parecía tanto, que siempre la jodíamos hasta que se ponía furiosa, la pobre… Así era el bullying de los ochentas.

 

Museo KGB Vilnius
Sótano de ejecuciones. Antiguos cuarteles de la KGB.

 

Me estoy desviando del tema, perdón. El caso es que con tantas mierdas que le decían a uno de los rusos en la infancia, yo quiero ver cómo es la KGB y decido hacer de este museo mi visita principal en Vilnius. Y vaya que no me decepciona: aparte de que, milagrosamente, obtengo el descuento de estudiante sin presentar identificación alguna, la verdad es que me pone en sintonía con lo que, a lo largo de este viaje, aprenderé a valorar como nunca antes y es la ENORME SUERTE de vivir en un país independiente.

Creo que para muchos de nosotros, los latinos, la independencia es casi como un cuento de hadas que uno tiene que repetir cada año para pasar de curso y ya está. Es una gesta heroica cada vez más lejana y cada vez más abstracta, difusa dos siglos después, que seguimos celebrando una vez al año pero que no tenemos NI LA MÁS PUTA IDEA de lo que costó, por mucho que los profesores nos lo expliquen una y otra y otra vez. Sobre todo en Costa Rica, donde nos enteramos de la independencia como un mes después y no se derramó sangre por ella. Pero aquí, en estos países, CÓMO SE SIENTE. No podría ser de otra manera: todo ha acabado de suceder aquí. Mientras en Costa Rica los historiadores incluso siguen debatiendo sobre si Juan Santamaría existió de veras o no, aquí no hay duda de la tangibilidad de los héroes. Fotos de partisanos, macabramente asesinados y abandonados en lugares públicos para aleccionar a la población, adornan siniestramente las paredes del museo, en la fachada se pueden leer los nombres de quienes fueron eliminados por los regímenes nazi y estalinista, testimonios y fotografías de gente exiliada a Siberia claman por justicia desde épocas no tan lejanas, aparatos de escucha sofisticados (para la época claro) para controlar todas y cada una de las conversaciones casi que aún murmuran todo aquello que no se debía decir, pero se dijo y costó vidas, las celdas de tortura acolchadas para ahogar los gritos de las víctimas aún resuenan con ecos de sufrimiento, el sótano de ejecuciones con mudas paredes lavadas docenas de veces en sangre, las celdas diminutas para tomar el sol (15 minutos, luego de la muerte de Stalin se pusieron magnánimos y daban una hora), los pasillos oscuros y fríos… Señor, ¡cómo le costó a Lituania llegar a ser Lituania! Uno no tiene ni la menor idea, ni siquiera cuando le hablan de figuras como Bolívar, de lo que cuesta llegar a ser independiente, pero aquí la sangre casi que se respira y se me atasca en la ignorancia.

 

Lituania dibujo guerra niños

Dibujo ocupación soviética Lituania
Dibujos de niños lituanos sobre la ocupación soviética.

 

Al final, salgo del museo muy triste conmigo misma… Cuando tenía 21 años, en mi primer trabajo como periodista, me acuerdo de tener una discusión acalorada con uno de mis jefes, capitalista a morir, quien me soltó la típica frase de adulto sabihondo: “El que no es comunista a sus 20 años no tiene corazón, y el que lo sigue siendo a los 30 no tiene cerebro“. Y recuerdo perfectamente lo que le respondí: “Qué dicha que me avisa con tiempo, para tirarme de un puente a los 29, antes de llegar a convertirme en alguien como usted…“. Al poco tiempo estaba despedida, el único empleo del que me han echado hasta la época. Y aquí estoy, a mis 30 años, dándome cuenta de que yo no tenía ni la menor idea de qué estaba defendiendo con tanto ardor en aquellos tiempos que a mí no me parecen aún tan lejanos. ¿Cómo ideales tan hermosos se convierten en un terror tan macabro? ¿En qué momento la maravillosa isla de Utopía que soñó Tomás Moro se convirtió en estos cuarteles de la KGB? ¿Por qué ser comunista ya no me parece tan románticamente maravilloso como a mis 18 años? ¿Dónde me perdí?

Sin embargo, antes de ir a buscar el puente más cercano, reflexiono un poco más. Bueno, es que el capitalismo, en realidad, también es otro tipo de dictadura, solo que mucho más hipócrita y solapada. Hay algo de delirante entre la propaganda con Stalin en cada imagen, y la publicidad con Ronald McDonald. No hay un abismo tan enorme entre las estatuas de Lenin y las botellas de Coca Cola gigantes que se encuentran en cada actividad pública patrocinada por las famosas aguas negras del imperialismo. No hay demasiado cambio entre idolatrar jefes de estado y CEO de compañías transnacionales.

Hoy por hoy, la gente no admira dictadores, pero sí objetos por los que son capaces de trabajar horas interminables, objetos que representan una felicidad que no pueden albergar porque son solo cosas y nada más. Hoy por hoy, no hay racionamientos de comida, pero hay miles de mujeres que se mueren de hambre para parecerse a las modelos que nos restriegan en la cara como el ideal supremo. Hoy por hoy, la gente sigue siendo capaz de matar de formas aun más crueles que todas las que he visto en el Museo de la KGB por dinero.  Y las personas más humildes siguen yendo a las guerras por billetes disfrazados de ideales, todos son esclavos de los dólares, euros y libras esterlinas, viven para trabajar y no trabajan para vivir, millones se mueren de hambre porque el capitalismo no perdona, las farmacéuticas y las aseguradoras se enriquecen sin control dejando a miles de miles sin protección de salud básica por aumentar sus ganancias obscenas, y la tal libertad de expresión no existe porque los medios de comunicación necesitan de los anunciantes para sobrevivir y jamás denunciarán nada en contra de los regímenes capitalistas que pagan las páginas publicitarias para que circulen cada día.

El capitalismo, en efecto, es una dictadura más refinada, más astuta, más cruel e hipócrita en el sentido de que tiene la capacidad camaleónica de disfrazarse de libertad para que la gente la siga defendiendo en las urnas. Pufff… Nada es perfecto; nada, ni siquiera, es pasable, tolerable, admisible.  Me gustaría ser inteligente como para inventar un régimen político que no sea ninguno de estos dos extremos por los que el mundo se ha peleado por décadas en una Guerra Fría que aún no termina. Yo ya no sé qué es peor.

Más reconfortada, y con la idea del puente que lavará mis pecados ideológicos ya descartada por completo, decido limpiarme un poco la cabeza de tan profundas reflexiones y me regalo un paseo por un vecindario de Vilnius conocido como la República Independiente de Uzupis. Siguiendo con el tema independentista, los vecinos de esta zona decidieron autoproclamarse soberanos y cuentan con su propio himno y bandera. Son tan sólo unas cuadras de edificios medio derruidos y grafiteados, tijereteados urbanamente por callejones; es decir, que me encanta, y me dedico a hacerme autorretratos con mi maravilloso Gorillapod (no olviden comprarlo si viajan solos, es LO MÁXIMO… y ya me salió el lado capitalista de nuevo, qué remedio).

 

Uzupis Vilnius Lituania Andrea Aguilar-Calderón
En la República Independiente de Uzupis.

 

Vilnius la verdad me ha sorprendido y, ahora que miro la experiencia un poco a la distancia de un par de meses, me doy cuenta de que, en realidad, fue un excelente entremés para los países que me quedarían aún por visitar en esta, tan desconocida para mí, Europa del Este. Aunque en Budapest tuve la oportunidad de tener mis primeros contactos con el pasado comunista, el campeonato mundial de hockey en Eslovaquia y el flashback a la Segunda Guerra Mundial en Polonia me han desviado bastante del aspecto soviético que tanto representó para esta área del continente y Lituania me ha servido, a pesar de mi breve estancia, para recordar que uno de mis objetivos del viaje es comprender un poco más acerca del por qué los rusos eran calificados como “los malos” por un mundo occidental que, por estar criticando la paja en el ojo ajeno, no ve la viga en el propio.

Finalmente, para ser un poco más consecuente con la veinteañera que se niega en redondo a abandonar este cuerpo treintañero, desprecio el McDonald’s que me tienta con sus módicos precios desde la diagonal de mi hostal de habitaciones-morgue, y me compro un humilde kebab en el puesto de la estación fea, cuadrada y comunistamente monocromática de la cual partiré mañana rumbo a Letonia.

Frente a mí pasa un trolebús antiguo como la costumbre de pedir fiado, fantasma activo de las épocas soviéticas, y no sé por qué, en medio de todas las contradicciones ideológicas que me revuelan en la cabeza, me parece bonito, mucho más que el metro de Nueva York o los yates tan pipis de las costas de Florida; tan, tan bonito, que me espero hasta que pase el siguiente para tomarle una foto.

 

Trolebús Vilnius
El trolebús del año del cuerno pasando frente a mi hostal.

 

Estoy lejos, tan lejos como estoy de casa, de comprender la realidad de los países tras la cortina de hierro, pero al menos estoy nutriendo un poco más mi limitado intelecto que con una Cajita Feliz de resignada aceptación del modelo capitalista, o con una arenga apasionada e ingenua como la que me echaba en mis años universitarios pseudocomunistas. Al menos, después de esto ya sé dónde quedan las naciones bálticas; si algún día voy a Quién quiere ser millonario y me preguntan, ya puedo responder y estar más cerca de la cuenta bancaria obesa y rechoncha que esta dictadura capitalista nos quiere imponer como único camino hacia la felicidad.

 

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